Este alboroto extravagante que se ha apoderado de la opinión pública suplantando con su sobrevenida nomenclatura el necesario papel de la dirigencia política constituye un síntoma de degradación que predice un diagnóstico de severa parálisis funcional. La estructura de representación democrática ha retrocedido para ceder el paso y el espacio a un cortejo de presuntos delincuentes, por un lado, y de inquietantes adalides populistas por otro. Y el resultado de ese apocado repliegue es la extensión de un estado de ánimo crispado que tiende a reducir la complejidad de los problemas de la nación a un esquematismo voluntarista y perrofláutico. Para muchos ciudadanos, cada vez más, la política se ha convertido en una trama de venalidades y mangancias repartidas entre todos los agentes públicos y el activismo directo de ciertas plataformas sociales aparece como una alternativa seductora por su aparente espontaneidad y la inmediatez de sus respuestas. Soluciones oportunistas y fáciles a problemas complicados: ésa es la médula del populismo. Y el caldo de cultivo de la antipolítica.
Para achicarle el campo a esta creciente marginalidad se necesita un funcionamiento impecable de los mecanismos del sistema. En primer lugar una maquinaria judicial efectiva y rápida, que evite en lo posible la banalización de sus procedimientos y su conversión en un espectáculo de guiñol televisado y en carnaza de redes sociales. Y después una dignificación de las instituciones que rearme de dignidad la actividad política propiamente dicha y la realce como un esfuerzo honesto de construcción social. Es imprescindible que la clase dirigente vuelva a respetarse a sí misma, que salga del rincón en que se ha situado abrumada por su propia degradación, disminuida por su catatonia. El peligro es serio: estamos pasando del pesimismo a la trivialidad, a punto de construir una democracia de sayones. O de frikis.
Ignacio Camacho
Félix Velasco - Blog
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