El sabio, en efecto, vive dentro de su ciencia, como el niño gestante vive dentro de la placenta que le brinda sustento; pero, paradójicamente, su visión del mundo es abarcadora. En esto se distingue del mero erudito, para quien sus conocimientos acaban convirtiéndose en una cárcel esterilizadora; el sabio, por el contrario, viviendo dentro de su ciencia, puede mirar el mundo con vista de águila, y allá donde posa la mirada su ciencia se torna fecunda e iluminadora. El sabio puede adentrarse en territorios que no son los suyos (a diferencia del erudito y del 'experto') y colonizarlos de inmediato e incorporarlos a su orbe; y puede, además, brindarlos, enseñarlos a los demás, de tal modo que provoca en quienes lo leen o escuchan un movimiento de adhesión gozosa. El verdadero sabio, a través de sus enseñanzas, no solo nos invita a pensar, sino que nutre de esqueleto y musculatura nuestro pensamiento; no solo estimula nuestra inteligencia, sino que la abraza, la sustenta, la vigoriza, la dota de un andamiaje robusto y, a la vez, la impulsa hacia nuevas pesquisas, por caminos nunca antes transitados. El sabio, en fin, tiene la capacidad de elevarnos desde el plano de las contingencias al plano de los principios o primeras causas, de manera que lo que hasta entonces se nos había antojado un batiburrillo contradictorio cobra una forma inteligible. De ahí que el sabio sea concienzudamente ninguneado, perseguido, aniquilado por los poderes establecidos, a quienes no interesa que existan personas que, viviendo en luna de miel o noviazgo perpetuo con el conocimiento, logren transmitirlo a quienes los leen o escuchan; y puesto que tales personas todavía ¡milagrosamente! existen, conviene a los poderes establecidos que su magisterio se marchite.
Durante los dos últimos años y pico, como director del programa televisivo Lágrimas en la lluvia, he tenido ocasión de conocer a unos pocos sabios. Son, en efecto, gente rara (en el doble sentido de 'escasa' y de 'preciosa'), y no porque sus hábitos sean estrafalarios o su temperamento áspero (pues, por mucho que el mundo los tache de 'intratables', suelen ser personas entrañables), sino porque dicen cosas que ya nadie dice, cosas que parecen 'marcianas', en medio de las simplezas que nos han repetido machaconamente mil veces y que hemos llegado a hacer nuestras como papagayos. Me admira en ellos su insobornabilidad: podrían haber empleado su inteligencia en halagar al mundo, y a cambio el mundo los habría obsequiado con honores y aplausos; podrían haberse amoldado a las formas de pensamiento inerte, mansurrón y eunuquizado que triunfan en nuestro tiempo, y habrían sido encumbrados a las más altas magistraturas, o entronizados como 'referentes morales' (¡vade retro!); pero han preferido ser fieles a la ciencia con la que viven en noviazgo perpetuo, y el mundo se lo ha hecho pagar con creces. Puedo comulgar mayormente con lo que dicen (como me ocurre con Miguel Ayuso, tal vez la persona más sabia que haya conocido en mi vida), o discrepar (como a veces me ocurre con Antonio García-Trevijano), pero en su proximidad las costuras de mi espíritu se ensanchan; y aunque su sabiduría ¡ay! no se me pegue, puedo disfrutar siquiera por unos minutos de su visión de águila, e imaginar un mundo en el que los sabios no hubiesen sido condenados al ostracismo.
Juan Manuel de Prada
Félix Velasco - Blog
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