Conocer las razones ocultas para actuar de una u otra manera no solo permite comprender mejor a los demás, sino, mucho más importante aún, desvela claves sobre actuaciones propias que a veces nos sorprenden y otras nos alarman. Más adelante les hablaré de la agresión y sus claves porque vale la pena, pero hoy me gustaría comentar otra parte del libro más amable, más doméstica y a la vez reveladora de cómo son nuestros secretos mecanismos de comportamiento y del papel que juega en nuestras vidas la rutina, la costumbre. En estos tiempos infantiloides y simples que vivimos, la rutina está considerada casi una mala palabra.
La gente lo que quiere es huir de ella, vivir a mil, centrifugarse a tope. Y eso está muy bien siempre que a uno no se le centrifugue también la sesera; cosa que, mirando en derredor, parece que es lo que ocurre, porque van todos de aquí para allá como pollo sin cabeza. Según Lorenz, en cambio, la rutina no solo no es aburrida, cansina o de pringaos, sino muy necesaria, sobre todo en tiempos inciertos como los que vivimos. Más aún, a veces se convierte en el único refugio y en un modo de mantener la cordura.
Uno de los experimentos que relata Lorenz en su libro es muy revelador. Había adiestrado a un ganso salvaje para que no tuviera miedo de entrar en casa, e incluso subir la escalera interior, algo por lo visto nada fácil para un ánsar. Konrad veía que al ganso le costaba mucho la decisión de subir la escalera y que, antes de hacerlo, indefectiblemente se detenía frente a la ventana y permanecía ahí unos instantes, permitiendo que los rayos del sol lo bañaran de arriba abajo. Siempre era la misma rutina. Entraba, se detenía ante la parte soleada y solo entonces acometía la difícil tarea de subir la escalera. Cada vez lo hacía mejor y con mayor confianza, hasta que un día se detuvo paralizado de terror y, por más que Lorenz lo animaba e incluso azuzaba, fue incapaz de acometer la escalada. ¿Qué había pasado? Simplemente que ese día no había sol, y el ganso no pudo bañarse durante unos segundos en sus rayos, lo que le impidió continuar con la actividad que otros días no presentaba dificultad alguna para él.
Esto me recuerda a alguien a quien admiraba mucho y que, como tantos, de un día para otro se vio prejubilado y sin horizonte. En sus tiempos de bonanza era un hombre ordenado y rutinario. Con puntualidad de reloj suizo salía a las siete y cuarto de su casa, corría por el parque media hora, pasaba por la panadería a las ocho menos cuarto en punto, llegaba a casa, se duchaba y salía hacia su trabajo hecho un brazo de mar a las ocho y veinticinco. Me sorprendió observar que, cuando la vida lo dejó en la cuneta, él continuó exactamente con la misma rutina, gimnasia, panadería, ducha e incluso salía de casa a la hora de siempre vestido del mismo modo que cuando iba a la oficina. ¿Adónde iba? Sospecho que a sentarse en un café o en un banco del parque con un libro.
Un día, me atreví a preguntarle por qué lo hacía y esto es lo que me contestó: «Porque si no tienes una rutina, un día dirás que para qué hacer gimnasia y otro que para qué ducharte o lavarte la cara; más tarde pensarás que no hay motivo para levantarte de la cama y entonces la vida te habrá vencido del todo». Han pasado los años y sigo viéndolo sentado en el café. Su traje es ahora más humilde y ha perdido algo de pelo, pero en sus ojos hay el mismo brillo de siempre. Quizá porque la rutina tiene un efecto benéfico y redentor, como dice Lorenz. O tal vez porque, como apuntaba Albert Camus, no hay destino, por adverso que sea, que no pueda conjurarse con la más total indiferencia.
Carmen Posadas
Félix Velasco - Blog
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