Alfredo Pérez Rubalcaba, el ungüento amarillo con el que José Luis Rodríguez Zapatero, pobrecito, pretende aliviar nuestros alifafes colectivos, acaba de anunciar que, de aquí a las próximas legislativas, el Gobierno llevará al Congreso 26 reformas legislativas. No 25 ni 27. Entre ellas luce por su propia oscuridad, y divulgan con especial énfasis los terminales propagandísticos que, incluidos los medios públicos de comunicación, nos cuestan un pico, un proyecto para regular la «muerte digna», un tímido nombre para la eutanasia de la que el socialismo instalado en La Moncloa viene hablando desde su advenimiento al poder. ¿Tan difíciles e inabordables son nuestros vigentes problemas económicos y sociales que al Gobierno le parece prioritario hablar de la muerte mejor que de la vida? Este Rubalcaba es mágico, insuperable y, felizmente, irrepetible. Mira que te vas a morir, nos dice con aire cartujo, así que no sufras con el paro y la pobreza: el Gobierno, siempre atento al bienestar ciudadano, se preocupa de que tu muerte esté rodeada del máximo confort y de todas las garantías.
Lo demoledor para un observador neutral, sin pasiones militantes, es comprobar que esas supercherías funcionan y que ya estamos en el debate sobre la «muerte digna» en el que lo primero que debe rechazarse es la terminología. La muerte digna es la de las personas que han vivido rectamente, según sus valores éticos. El sufrimiento no le quita dignidad a esa persona ni en los estertores agónicos ni en un cólico nefrítico. Lo que propone —o propondrá— el Gobierno es morir un rato antes para evitar una última fatiga. Ello se comenta por sí solo en función del valor que cada cual le dé a la vida; pero es, una vez más, distraernos de lo que, aquí y ahora, nos angustia mayoritariamente y para lo que Zapatero y Rubalcaba, dos por el precio de uno, no encuentran solución.
Lo trascendente no es que un político de oportunidad y regateo, como el supervicepresidente, consiga con esas artimañas el efecto que pretende. Ello habla, más que de su talento, de la escasez en la exigencia, la pobreza en el análisis y la devoción irracional por una sigla de quienes les votamos. Vivimos un tiempo en el que, por buscar un ejemplo barato, un político tan cortito como José Montilla puede ser votado en función de la estimulación erótica que produce en sus seguidoras un sobre con una papeleta que lleva su nombre. Con otro nombre impreso, ¿alcanzaría los mismos efectos? En esto, en debates extemporáneos, campañas sin ideas ni programas y menosprecio a la ciudadanía es en lo que ha quedado el socialismo español.
M. Martín Ferrand
Félix Velasco - Blog
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