domingo, 21 de noviembre de 2010

Demasiado simples

CAÍN
Nuestros antepasados, los más bárbaros incluso, parecían tener, fueran como fueran las cosas, alguna idea sólida acerca de unas cuantas cuestiones de la seriedad del vivir y del morir, pero hoy ya no hay realidades ni cuestiones serias, y la imagen misma de lo que es ser hombre es verdaderamente incierta y, en la práctica, lo que nos queda es un nomos o norma provisional de comportamiento derivada del hecho técnico –es decir, de las posibilidades de actuación–, y una imagen del hombre ajustada a la funcionalidad, la rentabilidad y el disfrute. Y lo propio de la rentabilidad y el disfrute es que solamente aquellos seres bípedos que sean rentables, económica o políticamente tienen entidad humana apreciable. El resto, puro número, sólo plantea problemas de ajustes, subsistencia o eliminación más o menos directa o indirecta.
Nuestra desgracia proviene de que nuestro yo mismo es una desdichada construcción cultural de una no menos desdichada civilización occidental, greco-romana y judeo-cristiana, y se nos invita a la felicidad de ser miembros de una manada, que sólo requiere «una simple ideología para sentir que han ampliado sus mentes», como decía sarcásticamente Stephen Vizinczey a propósito de los que nos aseguran que «se aprenden más cosas sobre la difícil situación humana observando una tribu de babuinos o una manada de ánsares que de la Biblia o de Shakespeare», y que «la confusa historia del hombre puede tornarse clara y sencilla con la aplicación de unas cuantas teorías económicas». Y es algo que hay que repetir sin cesar. 
Y en este estado de cosas, el tan citado aviso de don José Ortega y Gasset es ciertamente perentorio: «El verdadero tesoro del hombre es el tesoro de sus errores, apilados piedra sobre piedra durante miles de años… Romper la continuidad con el pasado (es) querer empezar de nuevo, denigrar al hombre, y plagiar al orangután». Pero el orangután o el babuino parecen ser toda nuestra herencia cultural, y todo ha quedado muy simplificado. 
Hace ya años, un gran psicoanalista norteamericano, el doctor Rollo May, propuso una parábola según la cual un psiquiatra llega a la puerta del cielo, y presenta a San Pedro su obra de setenta años sobre la tierra. «He aquí –dice– la edición de mis ciento treinta y dos obras; y permítame mostrarle las medallas que recibí por mis logros científicos». Pero San Pedro no desarma su ceño. «Estoy enterado, amigo mío, de cuán trabajador fue, le contesta. No le acuso de pereza ni de conducta no científica». Y el psiquiatra le interrumpe: «¡Bueno, bien es verdad que modifiqué un poco la fecha de la investigación para mi tesis doctoral!». San Pedro toma, en fin, en sus manos, la ficha del recién llegado y le comenta: «No es inmoralidad lo que señala este documento. Usted es tan ético como el que más. Tampoco le acuso de ser conductista o místico, funcionalista, existencialista, o rogeriano. Éstos son sólo pecados menores... Usted está acusado de «nimis simplicandum». Ha pasado su vida convirtiendo montañas en granos de arena; de esto es culpable. Si el hombre era trágico, usted le hacía trivial; si era picaresco, le llamaba insignificante… si sufría pasivamente, le describía como un bobalicón; y, cuando reunía suficiente coraje para actuar, lo calificaba de estímulo y respuesta. El hombre tiene pasiones, y, cuando usted, pomposamente dictaba su clase, las llamaba satisfacción de necesidades básicas… En suma, que le enviamos a la tierra por setenta años, a un círculo dantesco, y usted gastó sus días y sus noches en teatrillos de segunda».
En ellos estamos, y creyendo estar en la Feria de las banalidades y las complacencias, ensayamos de nuevo el darwinismo nacional-socialista, aunque ahora ya no buscamos perfectos dioses arios, sino que nuestro modelo y patrón es el viejo orangután del que habla Ortega. Porque parece que a estas alturas sólo nos queda ya que atenernos a la Granja y a sus asuntos de reproducción asistida, engorde, y matadero. Todo lo demás sería ya pura y vieja superstición metafísica. 
José Jiménez Lozano
Félix Velasco - Blog

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