domingo, 27 de enero de 2013

Con disimulo


85 diputados prefieren una Cataluña rota, empobrecida y lánguida a la más auténtica y cosmopolita que es parte fundamental del Estado español
AL tiempo que España iba perdiendo sus últimos territorios en Ultramar, al joven y lúcido Ángel Ganivet -válido para las dos Españas- le decaía el ánimo en su destino consular en Riga. Aunque, como granadino, estaba acostumbrado al frío, lo que le helaba el corazón en la capital de Letonia era, por buen español, la decadencia de España, un Imperio venido a menos por la torpeza de muchos de sus gobernantes, la indolencia de la mayoría y la ambición que por lo ajeno solían mostrar, de alguacil hacia arriba, cuantos podían exhibir un mínimo título de poder. Entre frío y frío y en el tiempo que separa su primer intento frustrado de suicidio del segundo y eficaz, Ganivet dejó escrito que una de las ambiciones de cada español es la de llegar a tener en el bolsillo una cédula por la que se le autorice hacer lo que le dicte su real gana. Siglo y pico después de su muerte resulta evidente que son muchos quienes han conseguido la cédula de Ganivet. En el Parlamento de Cataluña, por ejemplo, no menos de los 85 diputados, que si saben de dónde vienen no parecen tener muy clara la idea de dónde van y que, a juzgar por su comportamiento reciente y presente, prefieren una Cataluña rota, descoyuntada, empobrecida, pueblerina y lánguida a la más auténtica y verdadera, pimpante y cosmopolita que es parte fundamental del Estado español.
Los 85 votos a favor que aprobaron en el Parlament el pintoresco proceso que pretenden reservar para los catalanes el «derecho a decidir» que nos asiste a todos los españoles en cuanto afecta a la Nación y el Estado, hicieron de él un uso restrictivo, parcelario y sin provecho alguno, han alterado el patio español en el momento en que el marcador señalaba los seis millones de parados y la perspectiva económica genera en todos los no afectados por la insensatez o el providencialismo -cosas de izquierda- una inquietud ante el futuro que se nos viene encima.
Como es natural, que aquí podemos perder el rumbo y el oremus, pero no el estilo, el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, sin aludir al caso Bárcenas, no se ha referido a ninguno de los problemas dominantes. Ignora, ya que evocamos a Ganivet, que el gobernante debe hacer el bien por sí mismo y delegar en otros la factura del mal necesario y, volando volando, ha cruzado el Charco, quizás para instalarse más cerca de la ficción que de la realidad y, con un pasito en Perú y una sentadita en Chile, esperar a que afloje la tormenta o disminuya su interés por parte de los ciudadanos. Si esto fuera el juego del «Palé», o del «Monopoly», no pasaría nada, pero no lo es. Lo que ocurre es cierto, tangible, ruinoso y afecta a muchos ciudadanos que, hartos de toreo de salón donde los toros están proscritos, esperan soluciones y certezas para ir tirando.
Manuel Martín Ferrand
Félix Velasco - Blog

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