Un obsesivo sentimiento de culpa ha perseguido a la ideología progresista de Occidente desde que éste es éste y desde que aquélla es aquélla. Pertenecer a cualquier país occidental, ser blanco y no haber nacido o crecido en el seno de alguna clase oprimida por la pobreza más extrema ha significado, para los miembros de la izquierda europea más sectaria, cargar con el peso de una culpa intraspasable, insufrible, insoportable en términos de conciencia ideológica. Aquellos que han comulgado con la idea de que todos los males sociales han sido siempre debidos a la desigualdad y al racismo son los mismos que han considerado que todo delito no es más que consecuencia de la pobreza, que ser británico, por ejemplo, ha sido algo de lo que avergonzarse, nunca de lo que enorgullecerse, y que no ser de otra raza que la dominante es llevar una irrenunciable carga de esa culpa ya descrita. Así lo considera, en un libro de alto valor incendiario entre las conciencias de tal militancia, Andrew Anthony (El desencanto, Planeta 2009). Anthony es columnista de The Guardian, la biblia progresista de los británicos, y viene a resumir en un ágil y sarcástico relato personal el trasiego ideológico que supuso su vida desde la caída del muro hasta el atentado de las Torres Gemelas del 11-S, en el que estuvo a punto de perder a su mujer. Anthony relata cómo no ponía en duda que, aunque todas las culturas no tenían el mismo valor, no se podía censurar ninguna excepto, por supuesto, la occidental, la cual había que condenar siempre que se presentase la ocasión. También era de los que estaban convencidos de que Israel era la causa de la mayor parte de los problemas de Oriente Próximo y que los Estados Unidos fueron desde la conclusión de la Segunda Guerra Mundial el principal factor de desequilibrio del mundo. Probablemente formó parte de la indisimulada grey de comentaristas e intelectuales que sentían una secreta admiración por los países comunistas. Es sabido que la tradición progresista europea (y parte de la americana) concedía al bloque soviético y a China el beneficio de la duda, mientras reservaba para USA un juicio implacable y sin atenuantes. Estos días en los que se está juzgando a miembros de segunda fila del régimen asesino de Pol Pot en Camboya, viene a cuento recordar cómo Noam Chomsky, el que pasa por ser el intelectual de más peso e influencia en el mundo, regañaba en un ensayo publicado en 1977 a los que declaraban que se estaba produciendo un genocidio en aquel país. Millones de personas habían sido asesinadas cuando se reeditó el libro, pero a Chomsky –como a Hildebrant, como a Gareth Porter– no le pareció oportuno reconsiderar su venenosa invectiva. Es un ejemplo.
Alan Finkielkraut, filósofo francés de no poca trascendencia, ha tildado el afán de culpa de los progresistas occidentales de «narcisismo penitente». Considera Anthony que la ansiedad por hallar una respuesta apropiada al fracaso del comunismo también podría clasificarse dentro de la misma rúbrica: para una franja dominante del pensamiento progresista, si el culpable no es Occidente, casi por definición no puede haber delito. Algunos de los que superaron ese síndrome de permanente culpabilidad lo hicieron el día que hubieron de reconocer a regañadientes que, una vez caído el muro, eran los orientales los que corrían hacia Occidente y no al contrario. Comenzó un desencanto, en algunos casos lleno de honestidad, que poco a poco permitió cuestionarse dogmas intocables hasta el momento. El resto de ellos pudo desaparecer el día en que inocentes de todas nacionalidades, razas, edades y condición perecieron víctimas de los ataques suicidas de Nueva York y Washington. Y Londres. Y Madrid. Con todo, aún proliferan los que creen que la culpa la tienen los gobiernos de esos tres países –qué decir de Aznar y su responsabilidad ‘incuestionable’ en la muerte de doscientas personas en Atocha–. Como concluye Anthony su libro: «Pensar después del 11-S que la principal amenaza para la democracia procede de gobiernos democráticos es un lujo que sólo pueden permitirse los fantasiosos, los hipócritas y los ingenuos incurables. Los demás debemos enfrentarnos a la realidad con todas sus consecuencias».
En ese punto nació su desencanto y comenzó a desmontar sus prejuicios, los que le hicieron creer a pies juntillas en la pureza ideológica de los sandinistas o en la saludable oxigenación social que suponía el multiculturalismo. Ha sido extraordinariamente honesto escribiendo este libro demoledor que les aconsejo vivamente.
Carlos Herrera
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