La mayoría de los muchos libros que, según ellos, nos ayudan a encontrar la felicidad hacen siempre una alusión admirativa y también agradecida a Thomas Jefferson. Como sin duda ustedes saben, él fue el responsable de que en la Declaración de la Independencia de los Estados Unidos se incluyeran como derechos inalienables del ser humano “la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. Magnífica frase, sin duda, que debería ser la base de toda sociedad moderna; pero su última parte –“la búsqueda de la felicidad”– ha creado un malentendido que, a mi modo de ver, resulta negativo.
Primero me gustaría decir que la búsqueda de la felicidad es un problema que preocupa sólo a sociedades que ya de por sí son bastante felices. Como es lógico, para quienes están penando por dar de comer a sus hijos o por evitar ser víctimas de la injusticia, de la enfermedad o de la muerte su meta es sobrevivir y no tienen tiempo de pensar en otra cosa. Para ellos por tanto la felicidad no es un fin sino una consecuencia que se deriva de lo que les ocurre. En otras palabras, son felices porque ese día han logrado un pedazo de pan que llevarse a la boca o porque han evitado a sus hijos un gran peligro. En las sociedades ricas, en cambio, la felicidad es un fin. La mayoría de nosotros, cuando nos preguntan qué es lo que más deseamos en esta vida respondemos que ser felices. Y ser feliz en el mundo opulento está casi siempre relacionado con lo que tenemos y, más aún, con lo que tienen los demás.
Antes, la comparación (casi siempre desfavorable) con lo que tenía el prójimo no era demasiado aplastante. Porque hasta hace poco, nosotros nos medíamos con nuestros pares y con las personas de nuestro entorno. Así, podíamos pensar, por ejemplo, que éramos más o menos guapos / ricos / inteligentes que el vecino del quinto o que el farmacéutico de la esquina o que nuestro cuñado Pepe. En cambio ahora, en la era de la información, no nos medimos con nuestros pares, tampoco con nuestros allegados. Nos medimos con lo que vemos en la tele y en el cine. Nos comparamos por tanto no con la vecina del quinto sino con Angelina Jolie; no con el farmacéutico de la esquina sino con Bill Gates y no con nuestro cuñado Pepe sino con Philip Roth. Tal vez les parezca que exagero, pero les aseguro que no demasiado. Es posible que conscientemente nadie se mida con estos modelos inalcanzables, pero están ahí y esa sola circunstancia crea un nivel de exigencia personal y también de deseo que no es el que tenían nuestros abuelos.
Por todo esto, a mi modo de ver, el hecho de que los librillos de autoayuda que tanto infestan nuestras vidas digan, parafraseando a Jefferson, que la felicidad es un derecho, no hacen más que añadir leña a la hoguera de nuestra insatisfacción. Consciente o inconscientemente lo que esas publicaciones intentan hacernos creer es que la felicidad nos es debida, que la merecemos y que, en una sociedad abierta, está al alcance de todos. Para empezar, el primer error reside en una falsa interpretación de la frase de Jefferson. Él nunca dijo que tuviéramos derecho a la felicidad sino a su búsqueda, lo que implica no una actitud pasiva, sino una muy activa. Por eso, que nadie espere que la felicidad le venga de fuera como un don divino; hay que currársela, como todo en esta vida.
Después, está el asunto de las comparaciones. Otra de las falacias de la sociedad moderna es la de hacernos creer que podemos llegar a ser Alguien con mayúsculas. No, ni vamos a ser Angelina Jolie, ni Bill Gates ni Philip Roth; de modo que no vale la pena perder ni un momento de felicidad en eso.
Y por fin está el tema más peliagudo de todos: el de que la felicidad está no en contar lo que uno no tiene, como hacemos todos en esta sociedad ricachona y caprichosa en la que vivimos, sino en contar precisamente lo que sí tenemos. Porque esa es la gran paradoja del ser humano: cuánto más tiene más echa en falta aquello de lo que carece, y cuantas más carencias más aprecia lo que tiene. Pequeñas compensaciones que hacen pensar que no todo es tan injusto en esta vida.
Primero me gustaría decir que la búsqueda de la felicidad es un problema que preocupa sólo a sociedades que ya de por sí son bastante felices. Como es lógico, para quienes están penando por dar de comer a sus hijos o por evitar ser víctimas de la injusticia, de la enfermedad o de la muerte su meta es sobrevivir y no tienen tiempo de pensar en otra cosa. Para ellos por tanto la felicidad no es un fin sino una consecuencia que se deriva de lo que les ocurre. En otras palabras, son felices porque ese día han logrado un pedazo de pan que llevarse a la boca o porque han evitado a sus hijos un gran peligro. En las sociedades ricas, en cambio, la felicidad es un fin. La mayoría de nosotros, cuando nos preguntan qué es lo que más deseamos en esta vida respondemos que ser felices. Y ser feliz en el mundo opulento está casi siempre relacionado con lo que tenemos y, más aún, con lo que tienen los demás.
Antes, la comparación (casi siempre desfavorable) con lo que tenía el prójimo no era demasiado aplastante. Porque hasta hace poco, nosotros nos medíamos con nuestros pares y con las personas de nuestro entorno. Así, podíamos pensar, por ejemplo, que éramos más o menos guapos / ricos / inteligentes que el vecino del quinto o que el farmacéutico de la esquina o que nuestro cuñado Pepe. En cambio ahora, en la era de la información, no nos medimos con nuestros pares, tampoco con nuestros allegados. Nos medimos con lo que vemos en la tele y en el cine. Nos comparamos por tanto no con la vecina del quinto sino con Angelina Jolie; no con el farmacéutico de la esquina sino con Bill Gates y no con nuestro cuñado Pepe sino con Philip Roth. Tal vez les parezca que exagero, pero les aseguro que no demasiado. Es posible que conscientemente nadie se mida con estos modelos inalcanzables, pero están ahí y esa sola circunstancia crea un nivel de exigencia personal y también de deseo que no es el que tenían nuestros abuelos.
Por todo esto, a mi modo de ver, el hecho de que los librillos de autoayuda que tanto infestan nuestras vidas digan, parafraseando a Jefferson, que la felicidad es un derecho, no hacen más que añadir leña a la hoguera de nuestra insatisfacción. Consciente o inconscientemente lo que esas publicaciones intentan hacernos creer es que la felicidad nos es debida, que la merecemos y que, en una sociedad abierta, está al alcance de todos. Para empezar, el primer error reside en una falsa interpretación de la frase de Jefferson. Él nunca dijo que tuviéramos derecho a la felicidad sino a su búsqueda, lo que implica no una actitud pasiva, sino una muy activa. Por eso, que nadie espere que la felicidad le venga de fuera como un don divino; hay que currársela, como todo en esta vida.
Después, está el asunto de las comparaciones. Otra de las falacias de la sociedad moderna es la de hacernos creer que podemos llegar a ser Alguien con mayúsculas. No, ni vamos a ser Angelina Jolie, ni Bill Gates ni Philip Roth; de modo que no vale la pena perder ni un momento de felicidad en eso.
Y por fin está el tema más peliagudo de todos: el de que la felicidad está no en contar lo que uno no tiene, como hacemos todos en esta sociedad ricachona y caprichosa en la que vivimos, sino en contar precisamente lo que sí tenemos. Porque esa es la gran paradoja del ser humano: cuánto más tiene más echa en falta aquello de lo que carece, y cuantas más carencias más aprecia lo que tiene. Pequeñas compensaciones que hacen pensar que no todo es tan injusto en esta vida.
Carmen Posadas
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