La justicia no es una abstracción. Es una razón que ordena la convivencia y se expresa a través de las decisiones de un aparato administrativo. Cuando esa razón falla, y ha fallado de un modo clamoroso que irrita la sensibilidad de cualquier ser humano con principios, se produce una quiebra moral que debilita la confianza de la sociedad en su propio equilibrio. Eso es lo que ha ocurrido con la sentencia del Tribunal de Derechos Humanos, un veredicto garantista emitido desde una sideral lejanía con el dolor de una nación democrática atacada durante años por un designio de violencia y de sangre sin precedentes en la Europa moderna. La resolución jurídica, último trámite procesal de una larga cadena de desaciertos, imprevisiones, chapuzas, olvidos y enmiendas, ha provocado con su gélida falta de empatía emocional una fractura entre las garantías del derecho y sus objetivos de equidad, un desengaño trastornado que descompensa el concepto de reparación justa y deja a las víctimas de gravísimos crímenes sumidas en un pozo de frustración y desamparo. Los responsables de este estado de cosas son muchos porque muchos han sido los errores, pero el desconsuelo aflige de manera unilateral, unívoca, a los protagonistas del sufrimiento. Ofende a los muertos, humilla a sus familias y desprecia el esfuerzo de resistencia civil de un país entero que se enfrentó con nobleza a la agresión fortalecido por la certidumbre ética de hallarse en el lado correcto.
Cuando los asesinos sonríen y sus víctimas lloran es porque la ley ha naufragado en su obligación de proteger la integridad moral del sistema. Durante los años de plomo, las víctimas del terrorismo etarra aglutinaron su heroico sacrificio en un triple lema que confortó su desconsuelo como un fuego sagrado: memoria, dignidad y justicia. Hoy tienen, tenemos todos motivo de sobra para creer, con desazonador pesimismo, que la justicia ha fracasado. No se trata de desacatar nada; la protesta es, simplemente, contra el desistimiento, contra el conformismo, contra la resignación. Y a favor de nuestra propia autoestima cívica, de la cohesión que ha sostenido la conciencia democrática. Lo que importa, a estas alturas, ya no son tanto las condenas individuales de la cárcel como la pena colectiva del olvido.
Ignacio Camacho
Félix Velasco - Blog
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