Resulta sorprendente que el final de los toros en Cataluña haya coincidido con la agonía del Gobierno de Rodríguez Zapatero y, tal vez, con el final de una manera de hacer política y de concebir la propia sociedad. En Cataluña se han venido haciendo, desde la Transición, cosas mucho más graves que ésta de los toros. La más evidente es tratar al castellano como una lengua extranjera, en particular en la enseñanza, con consecuencias que todo el mundo conoce aunque haya quien no quiera verlas, como es crear una gigantesca subclase (el término lo utilizó el ministro de Educación británico este verano) incapaz de expresarse satisfactoriamente ni en castellano ni en catalán. Son las Jessicas y las Vanessas de las que hablaba Jordi Pujol desde lo más hondo de la actitud nacionalista, ese resto inasimilable que en muchos lugares de Cataluña constituye la mayoría de la población.
La prohibición de los toros presenta un dramatismo peculiar por razones evidentes. No es, como en el caso de la exclusión del castellano o del español, un proceso largo, amparado en justificaciones de tipo histórico. La prohibición de los toros en Cataluña es una decisión política de consecuencias inmediatas, visibles en una sola tarde. Muestra sin lugar a dudas el tratamiento al que se está sometiendo a la sociedad catalana: un rito de purificación en el que se distingue, se separa, se disecciona y se aparta aquello que los nacionalistas no consideran catalán.
Los toros, ha decidido el nacionalismo, son una tradición española y, en consecuencia, no forman parte de la cultura catalana y pueden –y deben– ser prohibidos en Cataluña. De aplicarse el mismo razonamiento en la política moderna, nos encontraríamos metidos en una pesadilla en la que la gobernación de las naciones consistiría en una aspiración a la pureza que iría excluyendo, en virtud de las mayorías políticas momentáneas, aquello que esas mismas mayorías considerarían que les es ajeno. Las sociedades abiertas dejarían de existir y la tolerancia sería un concepto tabú. Da vértigo pensar en lo que esa política, aplicada en cualquier país en la era de la globalización, llegaría a producir. El siglo XX fue muy aficionado a estos experimentos de ingeniería social y cultural, como bien sabemos. Al parecer, el siglo XX ha durado hasta ahora.
Por otra parte, lo que se prohíbe en Cataluña atañe, de forma muy especial, a todo lo que el nacionalismo considera español. Sin embargo, la sociedad, la economía, la cultura, la vida catalanas han estado siempre mezcladas con la vida española. Son indiscernibles, de hecho, y aunque haya rasgos específicamente catalanes, esos rasgos forman parte del conjunto español. Además de la crueldad propia de los ritos de purificación, lo que está en cuestión aquí es la naturaleza del resultado, su calidad, por así decirlo. Barcelona –se ha dicho muchas veces– podría haber sido algo parecido a un Milán español. ¿Será más atractiva, más rica, más poderosa cuando se haya convertido en la representante perfecta del catalanismo limpio de cualquier impureza?
José María Marco
Félix Velasco - Blog
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