Influido sin duda por el cine bélico de mi infancia, he sentido durante mucho tiempo una antipatía general hacia el pueblo japonés, al que suponía servil para el trabajo, anticuado para las costumbres y extremadamente cruel para el castigo. Nunca me gustó su manera de vivir, tan impersonal y mecanizada, ni ese apego de los trabajadores a sus empresas, que se manifiesta en una actitud casi devota, por no decir esclava. Ni siquiera sentí jamás curiosidad por la lengua japonesa, que me parecía que solo servía para demostrar arrogancia, crueldad o violencia, del mismo modo que durante algún tiempo pensé que los alemanes hablaban un idioma áspero y ferruginoso, casi oncológico, que se lo tenían bien merecido por lo nazis que habían sido. David Lean filmó la maravillosa “El puente sobre el río Kwai” con una actitud conciliadora que reparaba en cierto modo la mala imagen de los soldados japoneses durante la II Guerra Mundial, aunque a mí el jefe nipón del campo de prisioneros no acababa de inspirarme confianza porque sonreía como si su falsa felicidad de fogueo le hiciese doler las muelas. Más recientemente, el formidable y ecuánime Clint Eastwood tomó la trágica referencia de Iwo Jima para hacer apostolado a favor de una visión menos maniquea del comportamiento de los japoneses durante la guerra en el Pacífico. Naturalmente, yo no necesité la desintoxicación de Eastwood para darme cuenta de que los japoneses reales tenían poco que ver con los salvajes soldados tantas veces retratados por Hollywood y se parecían mucho más a los turistas minuciosos y callados, siempre tan respetuosos, casi anticonceptivos, que le hacen fotos incluso a las tiendas de cámaras fotográficas. Por si faltaba algo en el desagravio a los japoneses, las imágenes de la reciente devastación acaban de mostrarnos a un pueblo estupefacto y afligido que llora su tragedia en riguroso silencio, con una contención que en otros países ni siquiera se concibe en sus muertos. Ha sido el suyo un derroche de dolor cívico y reservado, una especie de dolor analgésico que les permite demostrar su tristeza sin perder por ello la compostura, como si supiesen que, por desesperada que sea, no hay en la vida una sola situación en la que sea razonable permitir que en los refugios de emergencia se salten la cola del arroz, la ansiedad, el hambre o el miedo. Yo no dudo que los japoneses sientan pánico en situaciones como la que acaba de sobrecoger al mundo, pero pienso que, en la duda de salir huyendo, ellos corren solo por dentro de si mismos, persuadidos sin duda de que nada hay tan peligroso como imitar al peligro y reaccionar sin orden. Las imágenes de televisión nos refieren un auténtico caos, una devastación difícil de narrar, y sin embargo los japoneses recorren sus ruinas con una mezcla de estupor y curiosidad, como si por sus viejas costumbres y por su tradición estoica supiesen sin ninguna duda que incluso en el caos cada cosa tiene que estar exactamente en su sitio, igual que si el terremoto que desencadenó la tragedia fuese un tren que se saltó dos estaciones cargado de ataúdes, en cuyo interior pensaban los supervivientes enterrar juntos el dolor, el olvido y el miedo.
José Luis Alvite
Félix Velasco - Blog
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