Como saben, una de las cosas que más me divierten es coleccionar muletillas. Frases de esas que la gente repite y que, por lo visto, nadie se toma la molestia de cavilar, no ya si son verdad o no, sino la mera posibilidad de que puedan ser una soberana estupidez. Pongamos, por ejemplo, esta: «En el amor solo escucho a mi ser interior, voy donde el corazón me lleve». Apuesto que, si hiciéramos una encuesta para preguntar su opinión a la gente, la enorme mayoría no se atrevería a desdecir frase tan redonda. «¿De qué me voy a fiar si no es de mi corazón cuando se trata de temas sentimentales?», pensamos. «¿Quién sino mi corazón sabe lo que me conviene para ser feliz?» Si se volviera a preguntar a los encuestados si no consideran más conveniente usar la cabeza en temas amorosos, seguro que en perfecta sincronía todos se llevarían las manos a la ídem arguyendo ruidosamente que no. Que de ninguna manera, que ellos no son personas «cerebrales», sino puro sentimiento. Empiezo por afirmar que yo me considero una mujer cerebral y fíjense que lo escribo, siendo muy consciente de lo mal que suena. Sin embargo, aun siéndolo, cuando se trata de relaciones personales, he metido la gamba en más de una ocasión. Porque díganme: ¿quién no se ha enamorado alguna vez de un impresentable, de un cursi, de un tonto o incluso de un canalla? Claro que, mientras uno está inmerso en esa relación, no se da cuenta, porque el amor tiene la virtud de alelarlo a uno. Se produce lo que Stendhal llamaba la «cristalización» y que consiste en adornar al ser amado con una serie de cualidades y atributos inexistentes, pero que, mientras dura el enamoramiento (que Ortega llamaba «un estado de estupidez transitoria», dicho sea de paso), nos parecen reales. Es luego, al acabarse el embrujo, cuando uno cae del guindo y dice: «Pero bueno, ¿qué demonios le vi yo a fulano si no hay por dónde cogerlo?» y se asombra de su propia estupidez o ceguera. Yo comprendo que de muy joven es lógico caer una, dos, varias veces en la cristalización que produce ese estado de idiotez transitoria. Lógico también creer que el corazón no se equivoca nunca, pero a medida que se van cumpliendo años tal vez valga la pena revisar esta bonita idea rosa. Sí, el corazón se equivoca mucho; sí, el amor tiene muy mal gusto, a veces ¡pésimo!, de modo que no estaría mal empezar a usar la cabeza en temas amorosos. ¿Que eso suena calculador y cerebral? Bueno, y qué. ¿Acaso no la usamos para todo lo demás en esta vida cuando deseamos acertar? ¿Por qué no hacerlo entonces en la decisión más importante de todas, que es elegir pareja? Conste que, al proponerles esto, soy consciente de que no solo es poco romántico, sino también muy difícil de poner en práctica porque, a cada paso, hay que estar luchando contra esa bonita y engañosa nubecilla rosa que nos promete: «Esta vez va a ser diferente», «mi amor puede con todo» o -grandísima metedura de pata- «no importa, yo la/lo cambiaré». Mentira, es muy difícil cambiar a alguien y tal vez el amor pueda con todo, pero casi siempre a cambio de un precio harto elevado. En realidad, si se fijan ustedes, la mayoría de las veces nos equivocamos a sabiendas. «Esto va a ser una catástrofe», decimos, pero seguimos adelante, puesto que es muy difícil desprogramar una pulsión. Soy la primera en reconocer su enorme influjo, pero pienso que saber que uno se equivoca es al menos un primer y tímido paso para aprender a no hacerlo la próxima vez. Porque solo aprende aquel que reconoce su error, los demás continúan tropezando una y otra vez en la misma piedra. Y es que la vida es así de cabrona, que diría Pérez-Reverte. Te pasa lecciones todo el rato y, en especial, sobre relaciones humanas. Si las aprendes, estupendo y, si no, te las vuelve a pasar... hasta dejarte hecho polvo. Por eso pienso que «ir donde el corazón te lleve» suena guay, pero si donde te lleva una y otra vez es al mal de amores, tal vez vaya siendo hora de cambiar de guía o de brújula.
Carmen Posadas
Félix Velasco - Blog
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