lunes, 13 de diciembre de 2010

Se armó el belén

Así que llega la fiesta de la Inmaculada, mi madre monta sobre una cómoda de la casa el belén, para que mi hija Jimena lo encuentre ya instalado, cuando vuelve a Zamora por Navidad. Las figuras del belén de mi casa son muy menesterosas y longevas, de un material plástico que ha ido perdiendo los colores con el paso de los años; muchas de ellas las ofrecían como obsequio con la compra del detergente, allá en mi infancia remota. Todavía me recuerdo tembloroso y expectante, mientras hundía la mano en aquellos tambores de cartón que contenían una nieve química y azuleante, para rescatar el envoltorio de plástico que contenía un pastorcillo con zurrón y cayado, una Virgen ruborosa y campesina, un angelote andrógino y como ausente; luego, una vez vacíos, forrábamos aquellos tambores de detergente con papel de regalo y los reutilizábamos como recipientes de mis juguetes: los indios y vaqueros en perpetuo asalto y defensa de un fuerte militar; las piezas del Nopper, que era un juego de construcción rudimentario y amenísimo al que dediqué mis desvelos de ingeniero alevín; los clicks de Famobil, que con el trasiego se iban quedando cojos y mancos, como un ejército de risueños tullidos. Cuando contemplo el belén que cada año monta mi madre, toda la infancia se me viene encima de repente, como una ola de mar; y su sabor, impetuoso y salobre, tiene el regusto de una lágrima. 
Recuerdo aquellas vísperas de Navidad, estremecidas por un calambre de inminencias, mientras montábamos el belén en casa, aturdidos por la música zumbona de una cinta de villancicos, que mi hermana dio en poner una y otra vez en el magnetofón que mis padres habían comprado en Ceuta (la misma cinta que, tantos años después, sigue perfumando nuestras cenas navideñas). Entonces solíamos disponer el belén en una mesa plegable, que durante el verano utilizábamos en nuestras excursiones domingueras, para jugar a las cartas. Sobre aquella mesa plegable esparcíamos el musgo artificial, que tenía algo de estropajo ful y despeluchado; y en su centro colocábamos un espejuelo con el azogue roñoso que hacía las veces de lago, cruzado por un puente que para mí tenía la prestancia del puente sobre el río Kwai y merodeado por patos un tanto remolones que eran los únicos que parecían ajenos al nacimiento del Niño Dios. En una esquina del belén, encaramado sobre una loma (que era en realidad la hucha que la caja de ahorros local regalaba a sus clientes, para fomentar el ahorro infantil, convenientemente tapizada de musgo), situábamos el palacio del pérfido Herodes, escoltado por un par de palmeras que lo sobrepujaban en altura y con su real inquilino a la puerta, en actitud hierática y comeniños, contemplando con despecho la comitiva de Melchor, Gaspar y Baltasar, jinetes en sus respectivos camellos (o dromedarios, nunca me ha aclarado con el cómputo de las jorobas) sobre un camino de arena que serpenteaba entre el musgo. La arena del camino, que habíamos tomado de algún parque vecino, exhalaba un tufillo como de humedad cautiva; y los tres Reyes Magos, con sus respectivos camellos (o dromedarios), eran cabezones y bonancibles, un poco desmedrados, con el culo sorbido que encajaba a la perfección en las jorobas de los camellos (o dromedarios) y la mirada clavada en la estrella o cometa que pendía del techo del portal, con la cola un tanto ajada o necesitada de un baño de purpurina. Las figuras del portal, en cambio, miraban todas al Niño recién nacido, con un embeleso absorto del que también participaban el buey y la mula, que eran de lejos las figuras más devotas del belén; y a las que yo gustaba de colocar sobre un lecho de paja cogida directamente de las pacas que había en las eras de los pueblos. Los pastores, con sus rebaños (más bien exiguos) de ovejas y cabras, también se dirigían a la carrera al portal, ajenos al escrutinio engreído de Herodes; y sobre todos, reyes y plebeyos, caía una nieve de harina, como un rebozo de blancura, que era el último condimento de aquel belén menesteroso. 
¡Y cómo disfrutaba montándolo! Mientras espolvoreaba de harinalas figuras, mientras las disponía sobre el puente y el lago y el camino de arena, con cuidado de no golpear con el codo el castillo del pérfido Herodes, no me hubiese cambiado por el arquitecto de las siete maravillas del mundo. Y tampoco hoy me cambiaría, ahora que sé que no existen más maravillas en el mundo que las que uno añora; de modo que pediré a mi madre que este año espere mi regreso para montar el belén y rescatar así la infancia abolida, con su sabor salobre de ola o de lágrima.
Juan Manuel de Prada
Félix Velasco - Blog

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