Hace poco, el fiscal general del Estado, Cándido Conde Pumpido,dirigió una circular a todos los fiscales de España con instrucciones sobre cómo debían actuar ante algo casi inédito hasta ahora: los casos de hijos que maltratan a sus progenitores. Las estadísticas reflejan que las denuncias -prácticamente inexistentes antes de la década de los 90- empezaron a aumentar a un ritmo alarmante a partir del año 2000. En 2007, por ejemplo, se abrieron cerca de 2.700 expedientes; al año siguiente la cifra había crecido a 4.200 y desde entonces no ha hecho más que aumentar. De las estadísticas se desprende, además, que no sólo se trata de toxicómanos que pegan a sus padres bajo los efectos de las drogas, como ocurría antes. Cada vez es mayor el número de adolescentes que agreden a uno o a ambos de sus progenitores por razones tan «de peso» como estas que se recogen en un informe reciente: «Es que la muy puta se negó a lavar mis pantalones vaqueros favoritos» o «Me raya mogollón la forma que tiene mi viejo de sorber la sopa, el muy cerdo». Los partidarios de explicaciones buenistas intentan justificar las cifras diciendo que todo se debe a un fenómeno de imitación. En otras palabras, que el niño copia lo que ve en casa y que de padres violentos salen hijos violentos. Sin embargo, las estadísticas contradicen esta idea. Curiosamente, este tipo de maltrato no es más común en familias desestructuradas, y solamente en un 30 por ciento de los casos se detectaron antecedentes de violencia machista. Además, y tal como señala el primer defensor del menor de la comunidad de Madrid, Javier Urra, este tipo de violencia no se da en el colectivo gitano, por ejemplo. Tampoco entre labriegos de bajo nivel cultural y la razón que él apunta es que, tanto en un caso como en otro, dicha conducta sería duramente sancionada por el entorno. Si esto es así y, contra todo pronóstico, el maltrato es más frecuente en la clase media e incluso en la alta. ¿Qué explicación se le puede dar? Según los entendidos, se trata de un problema de ricos. O mejor aún, de nuevos ricos, de padres que han tenido carencias en su infancia y quieren darles todo a sus hijos, incluso lo que no necesitan, por lo que acaban creando pequeños tiranos. Pero existe, además, otro fenómeno curioso. Está estudiado que aquellos que vienen de un entorno demasiado estricto e intransigente tienden a ser padres en exceso permisivos, una vez más, para redimir su propia infancia desdichada. Este tipo de relación se caracteriza por establecerse en un plano de igualdad con los hijos, uno en el que las normas y reglas no se imponen, sino que se «negocian», lo que hace que se borre la jerarquía y los roles, se trata de esos padres que intentan ser amigos de sus hijos. Normalmente no me gusta ponerme de ejemplo, sobre todo porque no creo serlo de nada. Sin embargo, me gustaría compartir con ustedes un consejo que me dieron hace muchos años y que me ha sido muy útil, sobre todo cuando me convertí en madre a la nada recomendable edad de 21 años. «Eres tan joven -me dijo aquella persona- que la tentación será convertirte, más que en madre, en colega de tus hijas. No lo hagas. Tus hijas te necesitan como referente, no como amiga, no estáis en planos iguales.» No fue ése el único consejo que me dio esa persona a la que tanto debo. Creo, además, que el segundo de ellos, aunque políticamente incorrecto, me ha sido todavía más útil. «La gente cree que la educación empieza a los cuatro años, más o menos, porque antes los niños no entienden y les da pena regañarlos -me dijo-, pero la educación empieza desde el minuto en que vienen al mundo; desde entonces hay que poner límites y reglas.» «¿Desde el minuto uno, no es un poco exagerado?», tercié yo. «Desde el minuto uno -sonrió él-. Si pones límites con cariño, pero con firmeza, cuando son muy pequeños, no tendrás que ponerlos cuando sean grandes. ¿No conoces ese proverbio chino que dice que así como no cuesta nada cimbrear una rama verde, intentarlo con una más vieja sólo logra troncharla... o hacerte daño?»
Carmen Posadas
Félix Velasco - Blog
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