Qué duro es envejecer!, solemos decir. Pero mucho más duro resulta saber que hemos sido jóvenes; y no tanto porque, como dijera Manrique, «cualquier tiempo pasado fue mejor», sino más bien porque nos cuesta aceptar al joven que fuimos. Nos suele ocurrir cuando contemplamos una fotografía de nuestra juventud: nos incomoda ese ímpetu atolondrado o petulante que gastábamos entonces; nos incomoda nuestra indumentaria, que el paso del tiempo suele tornar ridícula o estrambótica; nos incomoda esa sonrisa retadora que lanzamos a la cámara, ignorantes de las aflicciones que nos aguardan en el camino. Y esta sensación de incomodidad o embarazo más o menos soportable se agrava si en la fotografía posamos al lado de otras personas que por entonces acompañaban nuestros días: algunas han muerto; otras han traicionado nuestra amistad; otras simplemente se quedaron sepultadas entre la hojarasca de los años, hasta el extremo de que ya ni siquiera sabemos cómo se llamaban (pese a que en la fotografía corresponden a nuestra sonrisa o nos echan un brazo por los hombros, en señal de apretada camaradería); y otras, en fin, fueron `asesinadas´ por nuestro desdén, condenadas al ostracismo por nuestra desafección, abandonadas en algún pasaje confuso o vergonzante de nuestra biografía. ¿Quién no ha experimentado, a la vista de una fotografía de su juventud, un sentimiento de vergüenza retrospectiva? ¿Quién no hubiese querido someter esa fotografía lacerante a un `lavado de imagen´ o proceso de Photoshop que la alivie de presencias enojosas, que borre de nuestros rasgos ese insensato alborozo que acabaría marchitándose, que vele pudorosamente tantas evidencias que el tiempo hace onerosas e indeseables? Y, simultáneamente, ¿quién no querría que, como por arte de ensalmo, los seres queridos que se fueron regresaran para posar a nuestro lado, para brindarnos otra vez su aliento, para tendernos otra vez esa mano que en la fotografía aún se muestra vigorosa y resuelta? ¿Quién no querría que aquellas viejas pasiones que la fotografía perpetúa, convertidas ahora en ceniza, volviesen a llamear, intrépidas como antaño? Definitivamente, lo peor de envejecer es saber que fuimos jóvenes; o, dicho más exactamente, que fuimos otros. Y que hubo una edad –maldita y bendita edad– en que ese `ser otros´ era la única manera de ser en el mundo; porque nos creíamos invulnerables y eternos.
Una sensación de incomodidad muy semejante a la que cualquier persona experimenta ante una fotografía de la juventud es la que embarga a un escritor cuando se enfrenta a esos libros balbucientes, primerizos, llenos de temblor y entusiasmo, que escribió allá en los albores de su vocación. De repente, los desmayos de la escritura que ya creíamos superados para siempre se hacen angustiosamente vívidos; y también aquella especie de temeridad o desparpajo que nos animaba a abordar asuntos que ahora juzgaríamos cursis, o escabrosos, o meramente ajenos. De modo que, a la vez que nos atenaza el bochorno ante los pecadillos de juventud, nos envilece la conciencia de nuestros pecadazos de madurez; a la vez que nos sonroja la insensatez propia del escritor bisoño que aún no domina las herramientas de su oficio nos lacera la pérdida de aquella frescura o inconsciencia originaria. Y entonces asalta al escritor la tentación de corregir lo que escribió en otra época; y, a la vez, lo asalta la tentación quizá más insidiosa –y más irrealizable aún– de volver a escribir como escribía entonces, de volver a ser un aprendiz embriagado de palabras que refulgen como el oro.
Todos estos padecimientos y tribulaciones me han merodeado mientras corregía las pruebas de la reedición de El silencio del patinador, un libro de cuentos que publiqué hace quince años. Algunos de aquellos cuentos los escribió un muchacho con la veintena recién estrenada, poseído por una vocación que era como un azogue insomne y febril, poseído de una osadía que era a la vez ceguera y clarividencia. Mientras los volvía a leer, aquellos cuentos me lastimaban como nos lastima el atuendo grotesco que exhibimos en las fotos de juventud; algunos, incluso, me herían como una amistad traicionada, como un amor calcinado, como una sombra fúnebre que envenena nuestro recuerdo. Hubiese querido corregirlos, despiojarlos de excesos, mitigar sus desfallecimientos; hubiese querido, en fin, volver a escribir aquel libro, o no escribirlo nunca, o tal vez volver a ser quien lo escribió hace tantos años, aquel `otro´ que entonces se creía invulnerable y eterno. Y es que, mucho más duro que envejecer, resulta saber que una vez fuimos jóvenes.
Juan Manuel de Prada
Félix Velasco - Blog
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