Hay motivo para rodar muchos tipos de películas. Pueden rodarse cintas acerca del sufrimiento de los que cada día se presentan como un reloj en las diferentes sedes de Cáritas al fin de llevarse a la boca un plato caliente; pueden filmarse las dificultades de un parado de larga duración para encontrar trabajo y alimentar a su familia, dotarlos de bienes elementales, de suficiente estima que anule la agonía de cada mañana; pueden grabarse testimonios apasionantes de pequeños empresarios que han perdido todo su capital, todo el producto de su esfuerzo de años y años de desvelos, todo el edificio industrial que habían creado, un comercio, una pequeña empresa; pueden retratarse los rostros de los indigentes que se amontonan cada noche en los portales antiguos o en los cajeros automáticos, con manta, perro y palangana; pueden registrar en imágenes a los colectivos perjudicados por las medidas correctoras de una crisis que en un principio se negó y que a continuación fue ignorada, pensionistas que se mantienen a ellos mismos y a los hijos parados que los siguen, funcionarios como guardias civiles que ofrecen lo mejor de su trabajo a cambio de sueldos ridículos, personas enfermas o dependientes que van a ver esfumado el sueño de tener quien se ocupe de ellos. Por rodar, pueden rodar la historia de los inmigrantes que vinieron a trabajar, empezaron a prosperar y ahora tienen que emigrar a los lugares de los que salieron en busca de futuro, o a los españoles que a diario intentan vender las cuatro cosas que les quedan para, siquiera, poder quedarse bajo el techo en el que viven. Podrían poner la cámara al servicio del tiempo que les ha tocado vivir, ese en el que hay motivo para retratar la estulticia de los gobernantes, la avaricia de algunos poderosos, la sinrazón de la injusticia, la degradación de algunos medios.
Pero no. Los artistas de la Ceja, los actores y directores de cine de su país y el mío han preferido viajar en el tiempo, olvidarse de la cola del paro, de la cola del banco, de la cola de los comedores sociales y volver setenta años atrás a dramatizar la trágica muerte de quince españoles de aquellos años, víctimas del franquismo, o de los tiempos que precedieron propiamente a éste. Nada que objetar en los casos elegidos: fueron asesinados injusta y cruelmente y su testimonio es el del dolor de los años más caínes de España. Pero es una película, de momento, incompleta. Vuelven a unos años que no vivieron, a desenterrar causas que concluyeron tras la Transición española y las diversas compensaciones que el Parlamento español dispuso a lo largo de treinta años de democracia. Y sólo a filmar una parte de la barbarie, discriminando no sólo a víctimas de la retaguardia republicana, sino también a republicanos asesinados por los más extremistas y enloquecidos revolucionarios de los años treinta. ¿Cabe achacarles a tan sensibles colectivos, casta intocable y divinizada, cuando menos, un cierto defecto de criterio? ¿Qué motiva que busquen motivo en la responsabilidad de protagonistas históricos que llevan años enterrados? ¿Acaso es un servicio más a la causa ideológica que con tanto mimo presupuestario los trata? Todo es posible, hasta la honestidad, pero lo más llamativo resulta ser el empeño en constituirse en antifranquistas en diferido, en reajustadores de la programación histórica y creadores de poltergeists tan sorprendentes como amanerados. Que cuanto más pase el tiempo más se acuerden de Franco, la Guerra Civil, la posguerra, el Alzamiento y tal y tal, obviando las muchas causas justas a cuyo servicio pueden poner su talento, invita inevitablemente a una pesarosa náusea melancólica que no hace sino sugerir la dimisión del viejo oficio de espectador.
Hay motivo, pues, para desconfiar de una grey incapaz de identificarse con los problemas reales de la mayoría. Harán muy bonitas películas, pero su sistema de alerta está oxidado. Será que viven sólo para el pasado, para el pasado a medias.
Carlos Herrera
Félix Velasco - Blog
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