Soy un fumador inconstante, casi diría que inconsistente (una cajetilla puede durarme entre cuatro y cinco días), que acude a la nicotina para iniciar su diaria labor de escritura. Parece como si las neuronas, náufragas todavía en las ciénagas de la somnolencia, se despabilaran, acicateadas por el rumor dormido del humo y la placentera hipnosis de sus volutas. También me gusta encender un cigarrillo hacia las postrimerías de una comida reparadora en compañía de amigos, cuando el intrépido vino me ha transportado a ese horizonte de feliz camaradería en que las palabras se deshacen en sonrisas. Soy, desde luego, un fumador que se responsabiliza de las consecuencias de su elección: mientras las briznas del tabaco crepitan y se transforman en una aromática brasa, sé que mis pulmones están acatando un castigo, un levísimo castigo si se quiere, pero castigo a fin de cuentas.
Quien fuma debe hacerlo con la certeza de que está erosionando su salud. Pero esa certeza no debería degenerar en histeria. Las cifras pavorosas de mortandad que se achacan al tabaco son descaradamente falsas: a nadie que no esté abducido por la propaganda de la histeria se le escapa que los cánceres y desarreglos vasculares y demás infortunios de la salud atribuidos en exclusiva al tabaco son resultado de una confluencia de agentes dispares; a nadie se le escapa tampoco que muchas de las presuntas muertes ocasionadas por el tabaco en personas mayores de setenta años constituyen, en realidad, muertes naturales que quizá la nicotina haya precipitado. ¿Por qué no se calculan, por ejemplo, los efectos perniciosos que sobre nuestro organismo ejercen las bocanadas de aire requemado de gasolina que cada día respiramos sin proferir una sola queja? Nadie discute que el tabaco sea perjudicial para nuestra salud; convendría, sin embargo, que no se le atribuyese tan a la ligera la responsabilidad de todas las calamidades contemporáneas. Por lo demás, en la beligerancia que nuestra época ha desatado contra el tabaco subyace una consideración idolátrica de la salud. Se ha extendido la idea desquiciada de que la salud es un bien que debemos preservar incólume hasta la tumba, si no deseamos convertirnos en réprobos. Pero, ¿de qué sirve una salud intacta en un cuerpo decrépito? No estoy vindicando la dilapidación insensata de ese incalculable tesoro; pero considero que una vida intransigentemente saludable no merece la pena ser vivida.
No trato aquí de negar los efectos nocivos del tabaco; trato tan sólo de cuestionar este asedio incesante de informaciones apocalípticas que pretenden convertir nuestra existencia en una condena. Poco a poco, estamos conformando una sociedad amilanada, en la que respirar comienza a convertirse en una actividad sospechosa. La propaganda del miedo, la repetición machacona de admoniciones y especies disuasorias amenaza con extender entre la gente una enfermedad del espíritu mucho más perniciosa que las enfermedades del cuerpo que se pretenden combatir. Los propagandistas de la histeria, animados por un fuego demasiado parecido al que exalta a los fanáticos, no parecen intimidados por las consecuencias que su propaganda acarreará, pero a nadie se le oculta que las manías persecutorias, paranoias y demás formas soterradas de la locura que difunden sus mensajes crecen día tras día. Una sociedad que convierte la salud en preocupación constante, en excusa de discriminaciones y anatemas, en acicate de sacrificios sobrehumanos, es una sociedad enferma. Pero, del mismo modo que la estadística y el laboratorio se preocupan de detallar las propiedades cancerígenas del tabaco, nadie parece molestarse en analizar los desarreglos psíquicos que tales propagandas tremendistas infunden en la población.
Toda sociedad reprimida, a la postre, desagua compulsivamente sus frustraciones. Esta cruzada de salubridad que se ha desatado en los últimos años condena al ostracismo a quienes osan rechistar contra ella, a la vez que convierte a cada ciudadano en centinela de su propia salud y de la ajena; pero, con el decurso del tiempo, acabaremos propiciando la extensión de una plaga mucho más pavorosa que la mera enfermedad física. Los demonios de la paranoia acabarán incubando monstruos. Quizá logremos extirpar la enfermedad de nuestras vidas; pero el fantasma ubicuo de la muerte nos convertirá en licenciados vidrieras, en marionetas angustiadas por esa zozobra cotidiana e insomne que es vivir, sabiendo que sólo somos «presentes sucesiones de difunto».
Juan Manuel de Prada
Félix Velasco - Blog
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