lunes, 15 de febrero de 2010

Cameron vs. Bigelow


La tómbola de los Óscares ha querido servirnos este año un duelo en la cumbre entre James Cameron y Katryn Bigelow que convierte a los contendientes en protagonistas involuntarios de un folletín morboso. Cameron, el todopoderoso urdidor de superproducciones que infaliblemente se resuelven en taquillazos, disputa los premios gordos a Bigelow, una cineasta que mayormente se ha desenvuelto en las trincheras del cine independiente; pero el enfrentamiento entre ambos sólo sería un episodio más de la secular pugna entre David y Goliath, si no fuera porque Cameron y Bigelow estuvieron en otro tiempo casados. Y algo más que casados, en realidad; pues si volvemos la vista a sus comienzos cinematográficos, descubriremos que comparten un meollo de referencias comunes: ambos se curtieron en películas de género, ambos tuvieron que bregar con presupuestos exiguos, ambos supieron sacar partido de tramas arquetípicas o archisabidas, haciendo alarde de un brío narrativo excepcional. Pero desde esos orígenes compartidos, evolucionaron por derroteros antípodas, hasta encarnar dos formas irreconciliables de entender el oficio. Mientras Cameron, tras el éxito de Terminator, se fue decantando por un cine cada vez más comercial y mastodóntico, Bigelow se mantuvo en esa `tierra de nadie´, equidistante del cine de autor y el cine de consumo masivo, donde tantos talentos prometedores acaban malográndose.
Sobre la carrera de Cameron no parece necesario hacer demasiada glosa, por archisabida. A su habilidad incuestionable para la acción trepidante sumó la habilidad más discutible para manipular las emociones; y el fruto de tal amalgama lo convirtió en el nuevo rey Midas de Hollywood. La carrera de Bigelow, mucho más accidentada, ha alternado hieles y mieles, tal vez por tratarse de una cineasta fronteriza que no acaba de encajar en ninguna de las categorías establecidas. Por ser mujer, se presume que una directora debe poseer eso que los cursis denominan una `mirada femenina´, lo que sumariamente se resume en una vocación intimista y melodramática; pero resulta que Bigelow es dramática sin melodía (o con una melodía poco complaciente) y expeditiva, más proclive a la fisicidad que al intimismo. Y así, cuando alguien quiere caracterizar sus películas, tiene que empezar diciendo que parecen rodadas por un hombre; lo que tal vez la haya ayudado a desencasillarse, pero también a quedarse sin casilla, que es tanto como quedarse en el limbo, en una época que tiene, como Linneo, la manía clasificatoria. Lo cual no le ha impedido hacer películas que, para mi gusto, se cuentan entre las más perturbadoras del cine contemporáneo, desde aquella áspera Los viajeros de la noche, una revisitación del tema vampírico que es a la vez un homenaje a la épica del western, hasta esta reciente y soberbia En tierra hostil, que competirá en la tómbola de los Óscares con Avatar, el más reciente taquillazo de Cameron.
Avatar es una película tan aparatosa en su despliegue de portentos tecnológicos como vacía de sustancia; y es, sobre todo, un repertorio de la morralla ideológica que abastece nuestra época (o sea, lo que los cursis denominan una `película con mensaje´): indigenismo sentimentaloide, exaltación de la ecología como nueva forma de fe religiosa y un maniqueísmo de la peor calaña. O sea, la sustitución del lenguaje creativo propio del arte por el lenguaje doctrinario propio del panfleto; aunque aquí ese lenguaje doctrinario se sirva caramelizado y envuelto en papel celofán. En tierra hostil, por el contrario, es una película seca y abrasadora como el viento del desierto, abrupta como un disparo a quemarropa, que nos sumerge en el horror cotidiano de la guerra de Iraq, siguiendo los pasos de una patrulla de soldados americanos dedicados a la desactivación de bombas. Donde Cameron ofrece un espectáculo de barraca, fastuoso e inane, Bigelow propone, con un estilo descarnado, casi documental, una indagación en los abismos de la resistencia humana, allá donde los demonios de la angustia y los ángeles de la esperanza traban combate. Donde Cameron nos obliga a medirnos con personajes estereotipados y bidimensionales (por mucho que los aderecemos con gafitas 3D) que no son sino vehículos de una moralina de garrafón, Bigelow nos enfrenta a personajes desgarradores, contradictorios, amasados de luz y de sombra, rabiosamente humanos en definitiva, que reclaman del espectador algo más que la mera adhesión o el mero rechazo. Entre ambas películas hay la misma diferencia que entre la pirotecnia y el fuego: sólo que, como bien se sabe, el fuego quema y la pirotecnia deslumbra.

Juan Manuel de Prada
Félix Velasco - Blog

No hay comentarios: