Por encima de tanto marear la perdiz, tanto cuento y tanta murga, la única realidad real es la siguiente: mi amigo José Manuel es madrileño, técnico de sonido, tiene veintisiete años y una novia en Cataluña. La novia se vendría a vivir con él a Madrid, de no mediar un problema: ella trabaja en Barcelona. Así que llevan un año intentando que el chico encuentre algo allá arriba, porque, como él dice, tampoco es cosa de chulear a la churri. El problema es que José Manuel no parla una palabra de catalán, y su trabajo tampoco le deja tiempo para ampliar horizontes lingüísticos. No pucha del catalán más que bona nit y bona tarda; y eso, con acento de Leganés. Con tales antecedentes, supongo que nunca adivinarían ustedes lo que ocurre cada vez que busca trabajo en Barcelona. ¿Verdad que no? Me juego el sillón de la letra T a que no se les hubiera ocurrido jamás: no le dan trabajo porque no sabe catalán. Qué me dice, caballero, se admirará alguno –el presidente del Gobierno, por ejemplo–. No me puedo de creer ese déficit de buen rollito. Etcétera.
Y bueno. Mientras tecleo esta página no sé cómo terminará el intento ultranacionalista de situar el catalán como única lengua oficial y obligatoria en el nuevo Estatuto de allí. Me gustaría añadir que ni lo sé ni me importa, y que cada cual hable como le salga de los cojones. Pero es que se trata precisamente de eso: de que en España la gente no puede hablar como le sale de los cojones. Aquí la gente tiene que hablar como le sale de los cojones al cacique de su pueblo. Y lo más grave es que el Estado, que debe velar porque todos seamos iguales y con las mismas oportunidades, nación de ciudadanos y no putiferio insolidario donde cada perro se lama su ciruelo, se inhibe de manera criminal, dejando al personal indefenso y con el cuello en el tajo.
Pero atención. Eso no sólo lo hace el Pesoe con sus enjuagues bajo la mesa y sus resabiados barones que, aun disconformes, pastelean para que siga el negocio. Una nueva vuelta de tuerca lingüística en Cataluña no haría sino cuajar sobre el papel lo que hace tiempo es allí una realidad irreversible: la persecución oficial del bilingüismo, la asfixia burocrática del idioma común español, alentada por un sistema de delación, chivatos y policía lingüística, cuyo único vínculo con la palabra democracia es que todo esto ocurre en una España que, además de afortunadamente democrática, es desafortunadamente gilipollas y se lo traga todo por miedo a que la llamen facha. O lo que es lo mismo: la ilegalización factual del español –una herramienta de comunicación compartida por cuatrocientos millones de personas, algo de lo que no estoy seguro sean conscientes todos los españoles– como paso previo al proyecto lengua-nación-estado catalán que esta vez, por suerte para todos y gracias a la Constitución que tanto le incomoda, la peña independentista lleva tiempo materializando sin disparar un tiro, sin tener que hacerse súbditos de Luis XIV y sin que Felipe V o Franco bombardeen Barcelona. Y ojo. El problema no son sólo cuatro paletos caraduras que después de escupir sobre la opresión española se van a cenar a Lucio.
Pregúntenselo a ese Pepé meapilas que tanto se indigna hoy con grititos de doncella ultrajada, después de dos legislaturas puesto así, como el amigo Oswaldo, mientras silenciaba a sus insurrectos catalanes –a los que ahora, por cierto, tiene la tentación de quitar el polvo y sacar de la fosa– para que no le hicieran olitas en la piscina del consenso. Y tampoco olvidemos a esa Izquierda Unida del Circo Price que, olvidando que lo suyo es la defensa de todos los trabajadores, no se ha mojado nunca el culo ni dicho esta boca es mía por tantos funcionarios, maestros, fontaneros, albañiles, mecánicos, estudiantes, discriminados por el idioma; y lo único que se le ocurre, en plena movida lingüística y por boca de su pintoresco secretario general, es la imbecilidad de que la monarquía debe someterse a referéndum, etcétera, como si no hubiera cosas más urgentes que llevarse a la urna.
En fin. Nacionalistas, fariseos de corbata fosforito y cantamañanas aparte, tenía previsto alargarme un poco más, detallándoles de paso el desprecio y la ofensa contumaz del actual Gobierno hacia la lengua española. Que es la de Cervantes y –modestamente– la mía. Pero entre unas cosas y otras, ya no me cabe: las mentadas de madre requieren sus adjetivos, sus adverbios y su espacio. Así que lo dejaremos para otro día. Si Dios quiere.
Y bueno. Mientras tecleo esta página no sé cómo terminará el intento ultranacionalista de situar el catalán como única lengua oficial y obligatoria en el nuevo Estatuto de allí. Me gustaría añadir que ni lo sé ni me importa, y que cada cual hable como le salga de los cojones. Pero es que se trata precisamente de eso: de que en España la gente no puede hablar como le sale de los cojones. Aquí la gente tiene que hablar como le sale de los cojones al cacique de su pueblo. Y lo más grave es que el Estado, que debe velar porque todos seamos iguales y con las mismas oportunidades, nación de ciudadanos y no putiferio insolidario donde cada perro se lama su ciruelo, se inhibe de manera criminal, dejando al personal indefenso y con el cuello en el tajo.
Pero atención. Eso no sólo lo hace el Pesoe con sus enjuagues bajo la mesa y sus resabiados barones que, aun disconformes, pastelean para que siga el negocio. Una nueva vuelta de tuerca lingüística en Cataluña no haría sino cuajar sobre el papel lo que hace tiempo es allí una realidad irreversible: la persecución oficial del bilingüismo, la asfixia burocrática del idioma común español, alentada por un sistema de delación, chivatos y policía lingüística, cuyo único vínculo con la palabra democracia es que todo esto ocurre en una España que, además de afortunadamente democrática, es desafortunadamente gilipollas y se lo traga todo por miedo a que la llamen facha. O lo que es lo mismo: la ilegalización factual del español –una herramienta de comunicación compartida por cuatrocientos millones de personas, algo de lo que no estoy seguro sean conscientes todos los españoles– como paso previo al proyecto lengua-nación-estado catalán que esta vez, por suerte para todos y gracias a la Constitución que tanto le incomoda, la peña independentista lleva tiempo materializando sin disparar un tiro, sin tener que hacerse súbditos de Luis XIV y sin que Felipe V o Franco bombardeen Barcelona. Y ojo. El problema no son sólo cuatro paletos caraduras que después de escupir sobre la opresión española se van a cenar a Lucio.
Pregúntenselo a ese Pepé meapilas que tanto se indigna hoy con grititos de doncella ultrajada, después de dos legislaturas puesto así, como el amigo Oswaldo, mientras silenciaba a sus insurrectos catalanes –a los que ahora, por cierto, tiene la tentación de quitar el polvo y sacar de la fosa– para que no le hicieran olitas en la piscina del consenso. Y tampoco olvidemos a esa Izquierda Unida del Circo Price que, olvidando que lo suyo es la defensa de todos los trabajadores, no se ha mojado nunca el culo ni dicho esta boca es mía por tantos funcionarios, maestros, fontaneros, albañiles, mecánicos, estudiantes, discriminados por el idioma; y lo único que se le ocurre, en plena movida lingüística y por boca de su pintoresco secretario general, es la imbecilidad de que la monarquía debe someterse a referéndum, etcétera, como si no hubiera cosas más urgentes que llevarse a la urna.
En fin. Nacionalistas, fariseos de corbata fosforito y cantamañanas aparte, tenía previsto alargarme un poco más, detallándoles de paso el desprecio y la ofensa contumaz del actual Gobierno hacia la lengua española. Que es la de Cervantes y –modestamente– la mía. Pero entre unas cosas y otras, ya no me cabe: las mentadas de madre requieren sus adjetivos, sus adverbios y su espacio. Así que lo dejaremos para otro día. Si Dios quiere.
Arturo Pérez Reverte
Félix Velasco - Blog
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