Aunque la crisis arrecia y las editoriales muestran unos saldos preocupantes, cada vez es más frecuente el fenómeno del `bombazo editorial´ –ese libro que todo el mundo lee al mismo tiempo–, inducido por la uniformización del gusto. La defunción del libro parece, pues, un asunto refutado por la realidad; más atinado parece hablar de la posible defunción del lector, que en las sociedades occidentales está siendo suplantado por el `consumidor de bombazos editoriales´. Este nuevo tipo humano ya no se zambulle en la lectura como consecuencia de una pesquisa personal, sino por considerarlo un signo de prestigio social; o, si se prefiere, de adhesión a las modas vigentes. Las grandes editoriales ya no destinan su mercancía al lector tradicional, ese enojoso individuo que dificultaba las ventas con su arisca y exigente actitud crítica, sino al `consumidor de bombazos editoriales´, que acepta el libro como una mercancía de obligado consumo, bien en forma de regalo que otros le hacen, bien en forma de ruboroso acatamiento a los imperativos de la publicidad.
Y, mientras avanzamos al galope hacia la extinción del lector a la antigua usanza, sedicente e inconformista, se consagra esta nueva categoría de lectores `pasivos´, permeables a la uniformización del gusto propio de las sociedades consumistas. A la formación de esta masa permeable al `consumo cultural´, y no a la formación de lectores tradicionales, van dirigidas esas campañas de fomento de la lectura que periódicamente se organizan desde instancias administrativas. Nuestras autoridades anhelan «democratizar» la cultura, aspiración (como ellos mismos saben) vana y, además, irrealizable. Pero como la labor de las autoridades consiste, precisamente, en administrar las apariencias y en otorgarles visos de realidad, nadie osa criticar estas campañas, pues ya se sabe que toda iniciativa tendente a democratizar la cultura goza de los parabienes de nuestro moderno progresismo. Cualquier persona que se haya detenido a considerarlo sabe que la cultura es, por definición, aristocrática (en el sentido etimológico de la palabra), y que la misión de las autoridades debería consistir en garantizar el acceso de cualquier ciudadano a esa aristocracia del espíritu y no en procurárselo a granel (pues todo lo que se sirve en garrafón acaba siendo adulterado), pero de cara a la galería queda mucho más progre y moderno propugnar una cultura democrática de mogollón y verbena popular.
Esta banalización de la cultura se complementa, además, con una banalización de la democracia, reducida a binomio de estadística y marketing. No importa que haya muchos lectores, sino muchos individuos que consumen libros, para que por fin los libros ingresen en la categoría de mercancía. Sobre la inutilidad de las campañas de fomento de la lectura no creo que merezca la pena desarrollar un sesudo análisis; está demostrado que los anuncios publicitarios y demás embelecos del consumismo no fabrican lectores, tan sólo consumidores gregarios de libros, precisamente porque la lectura sigue siendo una actividad a la que sólo acceden los espíritus libres, y la publicidad se dirige, por definición, a los espíritus cautivos. Recuerdo estruendosas campañas de marketing saldadas con fracasos no menos estruendosos; y es que la incitación a la lectura es una tarea absurda desde su mismo origen: la propaganda va dirigida a las masas; la lectura es una elección personal. Hablo de la lectura entendida como vía de acceso a una vida más elevada, no como mero signo de prestigio social, o de adhesión a las modas vigentes en una determinada época.
Pero hoy se aplica al acto misterioso de leer un libro los mismos métodos de «incitación» que se aplican a las audiencias gregarias que abrevan concursos televisivos. Y así asomarse a un libro está dejando de constituir un acto de rebeldía contra la uniformidad que nos anega y atenaza, para convertirse en una nueva forma de acatamiento de esa uniformidad. Pero la única lectura digna de tal nombre es aquella que hacemos para redimir nuestra inteligencia de ese igualitarismo dócil que nos pretenden inculcar con estadísticas y campañas de marketing. Leemos porque seguimos creyendo que el conocimiento y la belleza, esas manifestaciones de la Verdad, exigen un sacrificio de la voluntad; leemos libros porque anhelamos una aristocracia del espíritu. Lo demás es gregarismo y pamplinas; cuentos chinos para quedar progres y expulsar de nuestras conciencias el miedo a convertirnos en una papilla humana que se abastece de `bombazos editoriales´.
Y, mientras avanzamos al galope hacia la extinción del lector a la antigua usanza, sedicente e inconformista, se consagra esta nueva categoría de lectores `pasivos´, permeables a la uniformización del gusto propio de las sociedades consumistas. A la formación de esta masa permeable al `consumo cultural´, y no a la formación de lectores tradicionales, van dirigidas esas campañas de fomento de la lectura que periódicamente se organizan desde instancias administrativas. Nuestras autoridades anhelan «democratizar» la cultura, aspiración (como ellos mismos saben) vana y, además, irrealizable. Pero como la labor de las autoridades consiste, precisamente, en administrar las apariencias y en otorgarles visos de realidad, nadie osa criticar estas campañas, pues ya se sabe que toda iniciativa tendente a democratizar la cultura goza de los parabienes de nuestro moderno progresismo. Cualquier persona que se haya detenido a considerarlo sabe que la cultura es, por definición, aristocrática (en el sentido etimológico de la palabra), y que la misión de las autoridades debería consistir en garantizar el acceso de cualquier ciudadano a esa aristocracia del espíritu y no en procurárselo a granel (pues todo lo que se sirve en garrafón acaba siendo adulterado), pero de cara a la galería queda mucho más progre y moderno propugnar una cultura democrática de mogollón y verbena popular.
Esta banalización de la cultura se complementa, además, con una banalización de la democracia, reducida a binomio de estadística y marketing. No importa que haya muchos lectores, sino muchos individuos que consumen libros, para que por fin los libros ingresen en la categoría de mercancía. Sobre la inutilidad de las campañas de fomento de la lectura no creo que merezca la pena desarrollar un sesudo análisis; está demostrado que los anuncios publicitarios y demás embelecos del consumismo no fabrican lectores, tan sólo consumidores gregarios de libros, precisamente porque la lectura sigue siendo una actividad a la que sólo acceden los espíritus libres, y la publicidad se dirige, por definición, a los espíritus cautivos. Recuerdo estruendosas campañas de marketing saldadas con fracasos no menos estruendosos; y es que la incitación a la lectura es una tarea absurda desde su mismo origen: la propaganda va dirigida a las masas; la lectura es una elección personal. Hablo de la lectura entendida como vía de acceso a una vida más elevada, no como mero signo de prestigio social, o de adhesión a las modas vigentes en una determinada época.
Pero hoy se aplica al acto misterioso de leer un libro los mismos métodos de «incitación» que se aplican a las audiencias gregarias que abrevan concursos televisivos. Y así asomarse a un libro está dejando de constituir un acto de rebeldía contra la uniformidad que nos anega y atenaza, para convertirse en una nueva forma de acatamiento de esa uniformidad. Pero la única lectura digna de tal nombre es aquella que hacemos para redimir nuestra inteligencia de ese igualitarismo dócil que nos pretenden inculcar con estadísticas y campañas de marketing. Leemos porque seguimos creyendo que el conocimiento y la belleza, esas manifestaciones de la Verdad, exigen un sacrificio de la voluntad; leemos libros porque anhelamos una aristocracia del espíritu. Lo demás es gregarismo y pamplinas; cuentos chinos para quedar progres y expulsar de nuestras conciencias el miedo a convertirnos en una papilla humana que se abastece de `bombazos editoriales´.
Juan Manuel de Prada
Felix Velasco - Blog
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