En mis tiempos de repórter Tribulete, cuando los de la vieja y extinta tribu todavía andábamos por los aeropuertos, los hoteles y la vida con una máquina de escribir portátil a cuestas, mi vieja Olivetti Lettera 32 con pegatina del diario Pueblo –todavía debe de estar en algún rincón del trastero– tenía por dentro de la funda un rótulo escrito a mano con la frase: «Cada día puede conmemorarse el centenario de alguna atrocidad». La reflexión sigue siendo válida, creo, para las atrocidades y para muchas cosas más. Hace pocos días, comentando el asunto con un viejo compañero de excursiones, parafraseó éste: «Y de alguna gilipollez». Me pareció oportuna la variante, y para confirmarlo decidí hacer un experimento. Seguro, dije, que si encendemos ahora la tele y zapeamos cinco minutos, o abrimos un periódico o una revista, damos en seguida con alguna gilipollez gorda, hermosa. Bien alimentada. Y tampoco es que la cosa rastreadora tenga mucho mérito. Por alguna singular razón que compete a los sociólogos, nunca fue tan desmesurada la cantidad de gilipolleces circulantes, acogidas con ávido entusiasmo por el personal, siempre dispuesto a apropiárselas. En ciertos ambientes y lugares, echas una gilipollez cualquiera al aire, entre la gente, y no toca el suelo.
Pero no quiero desviarme del asunto, que la página es corta y la vida, breve. Vayamos al grano. Y el grano es que abrí, en efecto, una revista al azar. O casi. Puesto a ser sincero, no la abrí exactamente al azar; pues procuré elegir una publicación –buenísima, por cierto– de arquitectura y diseño. Así que en cierto modo jugaba, vieja puta del oficio papelero como soy, con cartas marcadas. Pero lo cierto, y eso puedo jurarlo por el cetro de Ottokar –ya saben: Eih bennek, eih blavek–, es que las páginas las pasé al azar, mirando por aquí y por allá. Por supuesto, no quedé defraudado. Allí estaba la gilipollez de ese día, rutilante como ella sola. Redonda, compacta y sin poros. Triunfante a toda página y con titular gordo. Procurando, como todas las buenas gilipolleces sin complejos, no pasar inadvertida.
Lamento, como ocurre a menudo, no poder ilustrar esta página con las fotos correspondientes; pero haré lo que pueda, que para eso cobro por darle a la tecla. El caso es que el asunto –«Actualidad decó, las últimas novedades para estar al día»– iba de muebles supermegapuestos y modernos, oyes. Con diseño divino de la muerte súbita. Todo eran sillones, sillas y sofás –sofases, que se dice ahora–. Y el consejo maestro, que reclamaba mármol a gritos, ayudaba a situar la novedad en el contexto adecuado: «En tiempos de crisis no sólo hay que ser pobre, sino parecerlo». Ahora, dejando aparte las ganas naturales que a muchos de ustedes, como a mí, les habrán entrado de masacrar y colgar de una farola al ingenioso autor de la frase, échenme una mano, porfa, y procuren representarse mentalmente diversos modelos y estilos de muebles clásicos y modernos, tapizados todos ellos con telas cutres y remendadas: sacos, arpilleras, retales guarros, zurcidos bastos y costuras deshechas, con los hilos rotos. Todo lleno de desgarrones, con el detalle encantador, refinado que te vas absolutamente de vareta, colega, de que no es que el tiempo haya dejado ahí sus huellas, sino que asientos y respaldos están rotos a propósito, mostrando los muelles o el relleno interior. Como esas sillas –sitúo geográficamente la cosa– donde algunos se sientan a vender droga a la puerta de una chabola de las Barranquillas, pero en tiendas caras y aflojando una pasta horrorosa. Para que se hagan idea: una silla francesa con el asiento despanzurrado y los muelles fuera cuesta 800 mortadelos; y un sofá de madera tallada, tapizado en tela de saco guarro y con un roto en el respaldo, 6.800 del ala. Tampoco se pierdan, ojo, el texto fascinante con el que se introduce el prodigio: «Maderas decapadas y formas al desnudo para dar a tu casa un estudiado toque de abandono. ¡Entra a saco!».
Así que ya lo saben. Si quieren estar a la última en decó y asombrar a la vecina cuando pase a cotillear, entren a saco. O tomen por él. Tampoco hace falta que sean memos y se gasten la viruta; guárdenla para pagar impuestos al sheriff de Nottingham. Si lo que quieren es dar a su casa un estudiado toque de abandono, pueden apañarse solos. Por ejemplo: tapizando el tresillo, no con sacos de Nitrato de Chile, que a estas alturas de la feria serían excesivamente clásicos, sino con cartones recogidos de noche en las calles y con bolsas de plástico del Corte Inglés. Luego, una vez zurcidos con hilo bramante y cinta adhesiva –más toque de abandono, imposible–, pueden darse unos cuantos navajazos para conseguir el apresto adecuado. El toque final de refinado abandono se añade al saltar un rato encima, pateándolos bien. De paso, imaginen que le patean los huevos al diseñador. Eso ayuda mucho.
Arturo Pérez-Reverte
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