Leí el otro día un comentario del escritor inglés Martin Amis que me pareció muy acertado. Hablaba de que, en este mundo posmoderno que nos ha tocado vivir, lo que ha conseguido el afán de tirar abajo viejos prejuicios, injusticias y moralinas es acabar también con el sentido común, por lo que, según Amis, éste se ha vuelto subversivo. Es así cuando uno dice que hay que limitar los bonus obscenamente elevados de los banqueros porque son responsables de la crisis que vivimos y volverán a crear una nueva cuando salgamos de ésta. Es así cuando uno explica algo tan elemental como que es necesario reinstaurar la disciplina en la vida de los jóvenes. O cuando defiende la idea de que en una sociedad sana todo el mundo tiene derechos, pero también tiene obligaciones. Cuando afirma uno todo esto, digo, la gente lo tacha de antigualla y aguafiestas, cuando no directamente de fascista. Sí, en efecto, tiene razón Amis: el sentido común se ha vuelto subversivo en este mundo relativista y papanatas que nos ha tocado en suerte. Y quizá donde más se note sea en ciudades grandes como Madrid. Nosotros los madrileños, por ejemplo, nos vemos impotentes ante los delirios megalómanos de nuestro querido alcalde, al que no en vano llaman Ruiz-Faraón. Como tampoco es guay ser un quejica, todos aguantamos con paciencia franciscana viendo cómo él jibariza el tamaño de la calzada, aumenta el de las aceras hasta dimensiones absurdas e implanta el carril-bici en una ciudad llena de tráfico, contaminación y cuestas empinadas, donde ser ciclista es más arriesgado que ser funambulista. Pero lo más asombroso es que, mientras, pirueteamos para no caer en una zanja y zigzagueamos con sillas de bebé o de ancianos impedidos. Y mientras las tiendas de las hasta ahora zonas más comerciales se arruinan, ¡nadie dice ni mu! Porque otra de las sorpresas de estos años inciertos es que, mientras el sentido común se ha hecho subversivo, nadie se subleva contra aquello que huele a `modernidad´, como la supuesta mejora de las ciudades incentivada por el famoso Plan E. Y da igual que el pastoncio del Plan E se haya gastado en cosas tan `necesarias´ como recolocar a Cristóbal Colón en medio de la calzada en vez de subsanar la acuciante falta de guarderías infantiles, por ejemplo. Porque lo importante es dejar Madrid «bonita», según los parámetros de Ruiz-Gallardón. Eso, y convertir la ciudad en un parque temático. Sí, porque otra de las moderneces actuales es que las ciudades ya no tienen que ser cómodas y útiles para vivirlas, sino para `disfrutarlas´. Por eso, a cada rato hay que cortar la vía pública (a ser posible la de más tráfico) para dar espacio a todo tipo de celebraciones y manifestaciones artísticas y/o de cualquier índole. Un día son los nudistas que reivindican sus derechos paseando en bolas. Otro son los pastores que desean que la Castellana vuelva a ser cañada real y llenan las calles de ovejas. También hay que tener en cuenta los inviolables derechos de los patinadores, de los bailarines de hip-hop, de los virtuosos del skate board y otro largo etcétera. En realidad, en esta ciudad de mis amores todo el mundo tiene derechos, salvo el abnegado ciudadano que no puede transitar. Tampoco lo tienen el taxista que acuna una úlcera, las madres que llevan a sus niños al colegio y se vuelven locas intentando encontrar una vía expedita y, en general, cualquier otro aguafiestas imbécil que no se haya enterado de que Madrid es un enorme Parque Warner en el que sólo faltan Piolín y el gato Silvestre. Por eso, desde aquí yo querría dejar una reflexión sobre adónde nos conduce esta cretinada de confundir derechos con estupidez. Parecería que a fuerza de conceder derechos secundarios, como pueden ser divertirse y pasarlo bien, se están olvidando otros bastante más elementales, como poder trabajar o, simplemente, transitar por la vía pública. Y lo malo de olvidar estos derechos de puro sentido común es que, al final, la solución no vendrá por la vía pacífica. Porque, como reiteradamente nos enseña la historia, la estupidez y el egoísmo primero engendran resignación y un poco más tarde engendran violencia.
Carmen Posadas
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