Leo que una universidad pública se dispone a expedir una graduación en Igualdad a quienes, durante cuatro años, cursen una carrera que «formará profesionales que vigilen el cumplimiento de la Ley de Igualdad, de la misma manera que ocurre con la Ley de Dependencia o como ya sucedió con las relaciones laborales», según explican fuentes universitarias. Las mismas fuentes, para evitar que algún suspicaz asocie la creación de esta sedicente carrera a las consignas que la doctoresa en Igualdad Bibiana Aído evacua desde su ministerio, aseguran que la graduación en Igualdad «se ajustará a las exigencias» del Plan de Bolonia y que «se construye al amparo de la política de la Comunidad de Madrid»; a lo cual, en román paladino, se lo llama salir de Málaga para entrar en Malagón. Pues unos estudios que se «ajustan a las exigencias» de un plan diseñado por políticos y se «construyen al amparo» de las directrices de otros políticos tienen que ser, necesariamente, un instrumento político; esto es, justo lo contrario de lo que tendrían que ser unos estudios universitarios. Pues la misión de una Universidad digna de tal nombre es enseñar una ciencia; o, mejor dicho, todas las ciencias armadas en sabiduría.
Así nacieron las universidades, con el propósito de juntar en su claustro a quienes –maestros– estaban enamorados de la sabiduría, para protegerlos de la fiscalización política y promover verdaderas vocaciones intelectuales entre sus discípulos, mediante la transmisión de su ciencia. Pero aquel propósito originario ha degenerado hasta el extremo de que hoy una universidad es justamente lo contrario: a saber, un apéndice o negociado de la política, fiscalizado por el poder establecido, donde los sabios han sido sustituidos por ‘técnicos’ que no transmiten ciencia alguna, sino que proveen de títulos a una avalancha de alumnos (nunca más discípulos, pues no hay discípulos donde no hay maestros que transmitan su ciencia) que reclaman «puestos de trabajo». Así se ha llegado al fenómeno pavoroso de la falsificación de la ciencia, que permite que una universidad forme «profesionales que vigilen el cumplimiento de la Ley de Igualdad», o de cualquier otra ley adventicia, producto de la conveniencia de cada coyuntura política, a la vez que dimite de formar personas letradas en historia del arte o en lengua latina. Donde se demuestra que la Universidad se ha convertido en un edificio de humo, que trata de edificar cúpulas donde faltan las paredes o los cimientos; aunque, eso sí, escrupulosamente atento a las ‘exigencias’ del poder establecido, a cuyo amparo ‘construye’ sus estudios.
Si las universidades estuvieran sanas no necesitarían «graduar en igualdad»; pues serían, precisamente, la expresión suma de la vigencia del principio –no adulterado– de igualdad, que Cervantes definió mejor que nadie: «Sábete, Sancho –le dice el hidalgo manchego a su escudero–, que no es un hombre más que otro si no hace más que otro». Pues, en efecto, todas las personas son iguales en origen, titulares de la misma dignidad, de los mismos derechos y obligaciones; y corresponde al poder establecido que tal igualdad sea efectiva, de tal modo que las personas –independientemente de cuál sea su sexo, raza o credo– puedan hacerse valer en igualdad de condiciones. Y en este ‘hacerse valer’ es donde se completa el principio –no adulterado– de igualdad; pues las personas, que en origen son iguales, alcanzan luego, haciendo valer sus méritos y su esfuerzo personal, logros distintos. No hay igualdad verdadera si quien hace más que otro no es más que otro; y la Universidad tendría que ser el ámbito donde tal principio de igualdad resplandeciese, premiando a quienes por su esfuerzo y méritos personales lo merecen. Pero la igualdad adulterada de nuestra época pretende que seamos iguales no en atención a lo que hacemos, no en atención a nuestro valor propio, sino en atención a ‘cuotas’ y ‘paridades’ que no son sino la expresión máxima de desigualdad, pues supeditan los méritos personales a condicionantes previos, que ahora cifran en nuestras gónadas y mañana tal vez en el color de nuestra piel o en la religión que profesamos. Que la Universidad haya dimitido de aquel consejo cervantino explica su decadencia; que, además, se dedique a enseñar lo contrario, expidiendo títulos a quienes vigilan que tal consejo no se aplique, demuestra que es un organismo extenuado, al servicio de las exigencias del poder que ‘construye’; esto es, del poder convertido en ingeniero social.
Juan Manuel de Prada