martes, 31 de marzo de 2009

Facha el último


Hay un perverso acicate mutuo entre la sociedad, sus políticos y sus cronistas. Un desafío permanente para ver quién llega más lejos en la espiral del disparate. En esta España acomplejada y cobarde, el canon de lo correcto se ha convertido en perpetuo salto mortal, regado por la baba oportunista de la cochina clase que goza de coche oficial. En cuanto la sociedad establece o acepta un punto de vista, los medios informativos lo recogen y amplifican, consagrándolo aunque sea una perfecta gilipollez. Luego, ese enfoque es de nuevo recibido con entusiasmo por la sociedad, que intenta llevarlo más lejos, por el qué dirán. Maricón el último. O fascista, que se dice ahora para todo. Facha el último. La nueva pirueta es recogida por periódicos, televisión y tontos de guardia, y otra vez vuelve a desarrollarse el proceso. Así, de peldaño en peldaño, hasta el infinito. O hasta la náusea.
Un par de asuntos me recuerdan esto. Uno es la noticia de que niños de entre 11 y 15 años son sorprendidos en un descampado en ruinas jugando con armas simuladas, y que la policía las requisa; se parecen a las reales, disparan bolitas de plástico potencialmente peligrosas, y aunque su posesión es legal, manejarlas fuera de casa puede alarmar a algún vecino. Hasta ahí la cosa no tiene mayor importancia: chicos que juegan en lugar inadecuado, intervención policial. Punto. Cualquier fulano de mi generación, y de cualquier otra, ha jugado a la guerra en algún momento de su infancia. Yo lo hice, con los amigos, en el campo y en casa: pistolas, soldaditos de plomo y de plástico. Hasta un casco de soldado, tenía. Y un viejo fusil. Hace poco hablé aquí de películas de la Segunda Guerra Mundial, que no nos convirtieron en miembros de la Asociación del Rifle ni en psicópatas belicistas a Javier Marías, a Agustín Díaz Yanes ni a mí mismo. En aquellos tiempos, dabas lo que fuera por un arma como las de verdad. Quiero decir que se trata exactamente de eso: niños jugando a lo que –dejando aparte a espartanos, vikingos, jenízaros, juventudes hitlerianas y otros extremos justificables o injustificables– niños de todas las razas y colores han jugado desde que el hombre existe sobre la tierra. Impulsos naturales en un chico, aunque en los últimos tiempos una panda de cantamañanas se empeñe en que, para erradicar la violencia del mundo y que todos nos besemos en la boca disfrazados de conejito Tambor, con lo que tienen que jugar los niños varones es con Barbies y cocinitas. Que hace falta ser imbécil.
Pero el punto no es ése. Lo que me llamó la atención al leer la información, publicada a cinco columnas, no fue que los niños jugaran a la guerra ni que la policía requisara el armamento –normal, hasta ahí–, sino el enfoque del redactor. No era éste un columnista de opinión, sino un reportero de los que cuentan cosas y dejan la existencia de Dios para los editorialistas, como dijo Graham Greene o uno de ésos. Sin embargo, tomaba partido en tono de reprobación moral contra «ese supuesto juego, nada inocente», dejando entrever que jugar a la guerra situaba al grupo de niños a medio paso de un grupo paramilitar neonazi. Por lo menos.
Esa afición a etiquetar según el canon, a meter en el paquete información y doctrina a la moda, es propia de cierto periodismo de todos los tiempos. Lo que pasa es que ahora actúa a lo bestia, contaminando masivamente a una sociedad que, en principio, debería ser más lúcida y crítica que cuantas la precedieron. En España, en ese aspecto, la única diferencia es que hoy vivimos acogotados por lo socialmente correcto en vez de por obispos y malas bestias cuarteleras. Por los mismos fanáticos y oportunistas que antaño condenaban los escotes, el baile, los libros perversos y el relajo en las buenas costumbres, yendo siempre más allá de la moral oficial para no quedarse cortos, por si las moscas. Hoy son pacifistas ejemplares –hasta con el aliento de Al Qaida en el cogote– como ayer fueron partidarios de la Cruzada nacionalcatólica o de quien les regara la maceta. Los tontos, los lameculos y los canallas de siempre.
Sobre esa adaptación del asunto a los tiempos que corren hay otro ejemplo significativo, de hace poco. En una entrevista, y entre varias cosas de interés, un actor congoleño declaraba que el hecho de ser negro limita la clase de papeles que le ofrecen interpretar aquí. El comentario, hecho por el entrevistado con toda naturalidad y como algo obvio, era elevado por el titular del periódico a la categoría de denuncia social: «Sólo me ofrecen papeles de negro». Pues claro, pensé al leerlo. Papeles de taxista, médico, abogado, arquitecto, chapero, político, bombero, atracador, policía, rey Baltasar. De negro, o sea. Lo raro sería que le ofrecieran hacer de blanco. De Cid Campeador, por ejemplo. De capitán Alatriste o de coronel de las Waffen SS en el frente ruso. Aunque esto es España, concluí. No faltará, seguramente, quien pregunte por qué no pudo ser negro Hernán Cortés. Y todo se andará, al fin. Me temo.
Arturo Pérez-Reverte

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