Ocho mil millones de euros es mucha pasta. Son, para entendernos, poco menos de billón y medio de pesetas, cantidad de dinero que hasta usted y yo, con fama de manirrotos, tendríamos dificultad de gastarnos en un solo día. Ésa es la cantidad que el Gobierno de España va a transferir a los ayuntamientos para que emprendan obras en las que empleen a parados y animen las economías locales. Menos es nada, está claro, pero de lo que se trata no es de debatir aquí y ahora sobre la idoneidad de la medida: hay quienes dicen que algo es algo y quienes creen que sólo servirá para entretener parados durante unos meses. Lo que sugiero es que piense usted en qué le gustaría que su ayuntamiento se gastase la plata y, sobre todo, qué le gustaría que derribase de su municipio ahora que las máquinas están calentando motores en los hangares.
No hay nada peor que un munícipe con mal gusto. Y nada peor aún si el munícipe dispone de un dinero que gastar con urgencia. El número de rotondas absurdas que van a brotar en los paisajes urbanos españoles, por ejemplo, puede duplicar el existente en pocos meses. Todas con su correspondiente valla propagandística en la que se lea lo bueno y generoso que es el Gobierno de España. Los adefesios ornamentales que de forma inexplicable han plantado en el centro de plazas y avenidas van a verse completados por otros en los que se tratará de descubrir qué ha querido representar el mamarracho de turno: son obras artísticas que configuran ese conjunto de chatarra que prolifera por media España y cuyo nombre oficioso suele ser «Quiyo, mandemos los que sea que nos ha cogido el toro». La ya tradicional ‘plaza del Coño’ –«¿y esto, qué coño es?»– que acostumbra a haber en cada comarca puede, sin temor a exagerar, multiplicarse por dos. Al no ser dinero que, formalmente, puedan dedicar los consistorios a solventar sus aparatosas deudas, sino que resultan ‘finalistas’ y que, por lo tanto, deberán ser destinados a algo concreto, visado y certificado, habrá ayuntamientos que discurran con cierta urgencia a qué dedicar el chorro de millones que les cae. Es indudable que algunos tendrán proyectos pendientes, puede que incluso de interés general, pero otros muchos habrán diseñado con innegable prisa alguna ocurrencia con tal de que la pasta no pase por la puerta como Mister Marshall por Villar del Río. Deparará ejemplos muy curiosos el seguimiento posterior que se haga de alguna de estas obras una vez hayan finalizado y estén a disposición del censo.
Así serán recordadas durante décadas: he aquí la pista de esquí artificial que se hizo en su día merced a la generosidad del gobierno de ZP y que, si bien no es muy utilizada por la ciudadanía por tener a dos kilómetros una estación de esquí auténtico, realza la belleza y el perfil moderno y comprometido de nuestra población. Vean a su derecha, señoras y señores, las pistas de petanca que casi nadie utiliza porque se construyeron con una cierta pendiente y no hay quien acierte con la fuerza, y a la izquierda la pista de patinaje para jubilados que fue construida con el complemento del ambulatorio de urgencias anexo, aquí se rompen la cadera y allí se los atiende. No dejen de observar los jardines de flora exótica en los que se ha combinado con habilidad inusitada el brote de jaramagos con los cientos de bloques de hormigón armado que le dan al conjunto un valor urbano posindustrial fuera de toda duda. No hay dios que pasee por ahí, pero el mérito rompedor de su perfil está fuera de toda duda.
Yo me conformaría con que el dinero fuese utilizado tan sólo para derribar estructuras existentes. Aunque no hagan ninguna a cambio. A buen seguro que muchos pueblos pequeños encalarán sus fachadas, adecentarán su aspecto, plantarán naranjos o plataneros, pero no tengo duda alguna de que en muchos de ellos brotarán los adefesios innecesarios. Por ello suplico que derriben en lugar de construir. Doy dos ideas: la primera, que destruyan hasta no dejar rastro las ‘Setas’ de la plaza de la Encarnación de Sevilla –el proyecto más malaje posible jamás visto– y la segunda, que arrasen directamente la remodelación espantosa de la plaza Lesseps de Barcelona, combinación estúpida de cemento, residuos, hierros viejos y desperdicios supuestamente geniales de otro cuentista. Sólo con eso ya doy por buenos los ocho mil millones, fíjense.
Carlos Herrera
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