Ya tengo la solución, me temo. Y me lo temo porque sospecho que no hay otra. Se nos ocurrió el otro día a Antonio Méndez y a mí –igual llevábamos dos copas encima, que todo puede ser– cuando charlábamos en su librería de la calle Mayor de Madrid, ese pequeño reducto que resiste al invasor a modo de alcaldía de Móstoles, pueblecito de Astérix, Numancia de libros y decencia: algo insólito en los tiempos que corren. Antonio y yo acabábamos de leer en los periódicos la última gilipollez infraculta –ahora no recuerdo cuál era, porque es imposible recordarlas todas– en boca de un ministro, o ministra, o alguien así. Ministra, creo.
El caso es que, como cada vez que abrimos un periódico o ponemos la radio o la tele, los dos estábamos calientes. Estos cantamañanas indocumentados, concluía yo, nos van a endiñar otra vez a la derecha. Por pringados, frívolos, torpes y torpas. Y así vamos, colega. De oca a oca y tiro porque me toca. De Guatemala a Guatepeor. Fue entonces cuando le conté a Antonio la anécdota de mi abuelo, que era un señor con biblioteca y cosas así. Un caballero de cuando los había, con maneras, que usaba sombrero para poder quitárselo delante de las señoras y de los curas, aunque era republicano y a estos últimos los despreciaba; porque una cosa no impide la otra, y a fin de cuentas, tras acompañar a mi abuela cada domingo y fiesta de guardar hasta la puerta de la iglesia, se quedaba allí a fumarse un truja hasta que su legítima salía tras el ite, misa est. Cuando entraba en su biblioteca y me veía inclinado sobre los grabados de uno de los muchos libros de historia, geografía o literatura que tenía allí –mi favorito entonces era La leyenda del Cid, de Zorrilla–, mi abuelo solía decir: «Aprende francés, Arturín, que es muy triste irse al exilio sin conocer el idioma. Acuérdate del pobre Goya». Tenía la teoría, nunca desmentida por los hechos, de que, voluntariamente o a la fuerza –para buscarse la vida o para salvar el pellejo–, una de cada dos o tres generaciones de españoles termina siempre haciendo las maletas. Y para él, europeo formado en lo clásico, Francia era el país decente que pillaba más cerca.
El caso, terminé de contarle a mi amigo el librero, es que hice caso a mi abuelo: hablo un francés de puta madre. Y te juro por mis muertos, insistí, que a mí no me trincan vivo estos analfabetos cuando sea ancianete y esté indefenso. Quiero envejecer sereno, y no blasfemando en arameo cada vez que enchufe la tele; ni maltratado de palabra, obra u omisión por semejante gentuza. Y creo que la cosa tiene mal arreglo. A fin de cuentas, un político no es sino reflejo de la sociedad que lo alumbra y tolera. En democracia, cada colectividad tiene lo que se busca y merece. Y sin democracia, también. Así que a ver si a ti y a mí nos toca la bonoloto y ahorramos para un ático al otro lado de la muga. París no está nada mal, fíjate. Me refiero al París del centro, claro. Nos ha jodido. Allí todavía quedan, por lo menos para veinte o treinta años más, cafés venerables y cómodos, librerías en cada esquina, y la gente se habla de usted, dice por favor, pase primero silvuplé, y cosas por el estilo. Así que no es mala solución. Como Quevedo, ya sabes, pero desayunando croissants en la Torre de Juan Abad. Con pocos pero doctos libros juntos, etcétera. Y esto de aquí, que lo disfrute quien lo soporte. ¿Imaginas? ¿Meses y años sin oír hablar de estatutos ni derechos históricos, ni de La Coruña con ele o sin ele, ni de diputados y diputadas electos y electas?
Fue entonces cuando a Antonio se le ocurrió la idea. Una librería, dijo. A medias. Podríamos llamarla Librería del Exilio, puesta en una buena calle de allí. La rue Bonaparte, por ejemplo, que a ti te gusta el nombre y sale en el Club Dumas. La cosa era tan tentadora, que en cinco minutos hicimos el plan: una librería con café enfrente, para cruzar la calle y desayunar mirando el escaparate. Y dentro, en las estanterías, autores españoles, para que el personal harto de tanto cuento y tanta murga pueda refugiarse en ellos y sobrevivir: Séneca, Jorge Manrique, Cervantes, Quevedo, Clarín, Ortega, Unamuno, Valle-Inclán, Miguel Hernández, Baroja. Nombres que hoy apenas encuentras en las librerías. Con muchas fotos colgadas en las paredes, de quienes en su día tomaron las de Villadiego: Goya, Moratín, Sender, Machado… Iban a faltar paredes. Podríamos, además, conmemorar innumerables centenarios. En España, cada día es aniversario de una barbaridad, o de una estupidez.
Arturo Pérez-Reverte
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