Elmyr de Hory, el célebre falsificador de obras de arte a quien Orson Welles rendiría homenaje en su película Fake, cuenta en sus memorias cómo decidió abandonar su incipiente carrera de artista. Un día cualquiera, una ricachona esnob visitó su buhardilla miserable en Montparnasse, con la intención de comprarle algún cuadro. Mientras Hory se esmeraba por embaucarla, la ricachona se fijó en un dibujo que el húngaro había pintarrajeado con evidente torpeza, y que había utilizado para reemplazar uno de los vidrios rotos del ventanuco de su buhardilla. La ricachona contempló con ojos golosos el dibujo avejentado por el frío húmedo de París y claveteado con chinchetas y exclamó: «¡Pero si se trata de un Picasso!». Hory reaccionó con una suerte de desganada resignación: «Así es –mintió–. No le había encontrado mejor destino…». La ricachona, despreciando los demás dibujos y óleos de Hory, se apresuró a ofrecer una suma suculenta por el pintarrajo. Desde entonces, Hory se dedicó a pintar pacotillas, falsificando a destajo a los pintores más cotizados de su tiempo.
Soy de los que piensan que nuestra época ha entronizado una forma de arte que, salvo contadas excepciones, se regodea en la pacotilla. El arte ha dejado de regirse por leyes establecidas por la tradición para instaurar sucesivas formas de originalidad caprichosa, regidas por leyes que el propio artista determina arbitrariamente y que, en su engreimiento, terminan siendo en realidad una fatua ausencia de leyes. Y, allá donde no hay leyes, es natural que triunfe el desorden; que, como todo el mundo sabe, es lo más sencillo de reproducir. Y así el arte se ha ido convirtiendo poco a poco en un enjambre de sucesivas falsificaciones, en las que el falsario ya no se conforma con imitar al artista, sino que simplemente se presenta como artista verdadero él mismo. Allá donde no hay leyes triunfan los facinerosos; y allá donde cualquier aspaviento se puede presentar como originalidad triunfan los aspaventeros. Un falsario como Hory al menos tenía la humildad de someter su talento a unas reglas técnicas que le imponía la imitación del artista elegido; hoy el falsario puede permitirse el lujo de ser irreprochablemente original, puede permitirse la soberbia de colar sus pacotillas como alardes creativos, sin temor a ser desenmascarado.
El timo, en arte, ha devenido una variante risueña de la rutina. La impostura, la mistificación, el endiosamiento de la mamarrachada se han convertido en moneda de curso corriente. La inepcia –o la bellaquería– de cierta crítica artística que se ampara en una jerga superferolítica para dar lustre a las tomaduras de pelo ya no constituye una novedad; tampoco que el público se trague la bola y desfile mansamente ante patochadas que los sacerdotisos del arte maquillan con su jerga indescifrable. Una de las grandes manipulaciones colectivas de nuestra época ha consistido en inculcar a las multitudes la creencia de que cualquier persona impermeable a estas pacotillas esconde dentro de sí a un filisteo, cuando no a un reaccionario. Como la acusación de reaccionarismo excede en gravedad a las acusaciones de xenofobia o misoginia o pederastia, la gente pasea la mirada ante las pacotillas que se les ofrecen como arte fingiendo arrobo. Como en aquella fábula en que el rey se paseaba con un vestido supuestamente invisible para los necios, nadie se atreve a denunciar la engañifa, y cuando aparece un niño –quiero decir, una persona desprejuiciada– que se burla de la desnudez del monarca –quiero decir, del papanatismo ambiental– se lo condena al ostracismo, con el estigma infamante de reaccionario.
César González-Ruano cuenta en sus memorias una anécdota desternillante que en cierto modo anticipa esta conversión del arte en pacotilla. Se le había ocurrido montar con un amigo una exposición de falsos De Chirico en París, con cuya venta esperaban recaudar una suma fastuosa. El día de la inauguración supieron que el propio De Chirico acababa de llegar a la ciudad; aturdidos por la noticia, se dispusieron a clausurar la exposición, antes de que el pintor los acusara de falsarios. Pero entonces a González-Ruano, en un alarde de desfachatez cínica, se le ocurrió visitar a De Chirico en su hotel y solicitarle que les hiciera el favor de pasarse por la exposición, para confirmar la autoría de los cuadros. De Chirico accedió; y, tras un examen exhaustivo de las pacotillas expuestas, sólo desautorizó tres o cuatro. Ni él mismo supo distinguir el grano de la paja. ¿Pero qué es grano y qué es paja, entre tanta pacotilla?
Juan Manuel de Prada
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