martes, 22 de enero de 2008

Tiempo de cuchillitos

TIEMPO DE CUCHILLITOS
Esto nos viene desde aquellos tiempos en los que alguien, un día, nos dejó fuera del juego en la tarde infantil. O bien nos dejó fuera el dueño del balón, o el dueño del corral de juego, o el líder pandillero que ponía y quitaba a su antojo. Desde entonces, hemos dependido -sálvese quien pueda- de una decisión de otro. Y desde entonces arrastramos unas ganas enormes de alcanzar el poder para ajustar cuentas que no acaban de borrarse, que no acabamos de borrar. He conocido a hombres que se pasaron media vida luchando por un cargo desde el que pudieran fastidiarle la vida a alguien que, en la niñez, le hubiera hecho un roto en la dignidad. Craso error, porque nunca la supuesta satisfacción de una venganza zurce, sin un pinchazo en el dedo propio, un viejo descosido, por más que, en casos así, algunos recurran al malévolo aforismo de Jules Renard: «No basta con ser feliz, hace falta que los demás no lo sean».

Todo esto se multiplica por mil en asuntos de la política y de políticos. Cuando los alcaldes se mantenían en el cargo más tiempo que los municipales, los cuchillitos de la venganza se oxidaban en los hondos cajones de la espera, así como brillaban a diario en manos de quienes tenían el poder o estaban cerca de él. Con la llegada de la democracia vinieron viejas venganzas por daños más heredados que sufridos en propias carnes o en propia dignidad. En algunas personas, la palabra libertad se parecía mucho a la palabra revancha, a la palabra desquite. Algunos se tomaron el nuevo tiempo de España como la ocasión para ajustar cuentas con algunos de los que ellos consideraban causa de los males de su familia. Hemos madurado algo en democracia, pero volvemos a las tardes infantiles en cuanto unas listas se preparan, en cuanto una voz de mando nos quita, nos pone, nos deja cerca de los que mandan o nos manda al reducto infame de los condenados a perder o a seguir perdiendo.

Es tiempo de cuchillitos. No de cuchillos. Los cuchillos, como nosotros, han cambiado, y ya no son vulgares e infames hojas mostradas con descaro, como aquellas facas de bandolero donde el sol se miraba con ojos de sangre; los cuchillos son cuchillitos, y han cambiado su capa de óxido por la de plata, pero siguen cortando con sus dos filos y siguen ensartando con su aguda punta, esa punta que a veces, muchas veces, se clava en la carne como si estuviera haciéndole un favor al agredido. Tiempo de cuchillitos. Tiempo de organizar listas, de tener que elegir, de tener que dejar fuera a unos, de meter a otros. Y de espera, y de acechos. Y ahí, en todos los sitios, hay una cubertería que cuida tanto el cuchillo como la cuchara, que en la mesa del poder cuenta tanto pinchar bien la carne como asegurar la cucharada. Y nacen los bandos. Bandos donde unos llevan cuchillos al platero y otros los dejan oxidándose en los hondos cajones de la espera. No hay lista, local, autonómica o nacional, en la que los cuchillitos no jueguen un papel fundamental. Los armeros de la política democrática no tienen fusiles, por suerte, pero no desdeñan los cuchillitos, tan necesarios para todos. Suena por el aire de pulsos de la política un viento de cuchillos, aquello que decía Hernández, «Un carnívoro cuchillo / de ala dulce y homicida...», el que sostenía «un vuelo y un brillo» alrededor de su vida. Cuchillos heredados o encargados en la cuchillería de la ocasión. Jinetes y descabalgados, incluso del mismo bando, se dan a la invisible esgrima de los aceros en acecho, al invisible navajeo de la palabra punzante, al tajo definitivo que cercena y decapita. Después, los veremos ir tan felices... ¿Por qué? Bécquer da la respuesta: «Porque no brota sangre de la herida. Porque el muerto está en pie».

Antonio García Barbeito