domingo, 2 de febrero de 2014

La verdad sobre la tan cacareada erótica del poder

Cada vez que salta a los medios de comunicación una historia de amores e infidelidades en la que interviene un poderoso, como ocurre con el affaire de François Hollande, todos invocamos eso que llaman la erótica del poder. Entonces los parroquianos, entre divertidos y escandalizados, comentan la jugada casi siempre en los mismos términos. Da igual que el poderoso de turno sea un tipo atractivo, como Bill Clinton, o con menos sex-appeal que una ostra cerrada, como el actual presidente de Francia: el veredicto es parecido. Uno menea la cabeza, esboza una medio sonrisita malvada y, en caso de ser mujer, sentencia algo así como: «Anda, que a este iban a mirarlo dos veces si no fuera quien es».
Si es hombre, posiblemente diga algo similar, pero añada (para sus adentros, no sea que lo tachen de machista): «Las mujeres, ya se sabe, siempre detrás de lo que más brilla, aunque sea un duro de hojalata». Sería muy fácil escribir a continuación un alegato y decir que no, que a nosotras nos importa más el ser que el tener. Envolverme en la bandera feminista y proclamar que los tiempos han cambiado, que ya no necesitamos que los hombres nos den relumbrón, nos paguen las cuentas, nos regalen un pedrusco, nos pongan un piso. Pero las cosas, hipócrita lector, mi hermano, mi semejante (esto lo decía Baudelaire, ¿a que suena bien?), no son tan simples ni tan políticamente correctas. Si quien escribe estas líneas fuera hombre, le sacarían la piel a tiras por lo que voy a decir a continuación, pero, como soy chica, me voy a permitir el lujazo de decir la verdad. Sí, es posible que ya no necesitemos a un hombre que nos dé tranquilidad económica.
Las mujeres de ahora tenemos la suerte de estar entre las primeras generaciones que, en la larga historia de la humanidad, podemos presumir de ser autosuficientes, de ganarnos la vida, de ser independientes en todos los sentidos. Y si es así y lo es, ¿por qué entonces vemos todos los días mujeres guapísimas y sin problemas de tesorería que se emparejan con individuos cuyo mayor atractivo, al menos en apariencia, es el tamaño de... sus billeteras? ¿Qué le ve, por ejemplo, la oscarizada Charlize Theron al ya fané y nunca muy guapo Sean Penn? ¿Y esa joven y talentosa chica de treinta años que acaba de enamorarse de un octogenario Clint Eastwood? ¿Y yo a mi difunto marido, que me llevaba veintidós años?
Lo primero que me gustaría decir es que nosotras, a diferencia de los hombres, valoramos otros muchos atributos antes que la belleza física. Para ellos la atracción está directamente relacionada con la apariencia, para nosotras cuenta más la ciencia. O, lo que es lo mismo, cuenta la admiración que sentimos por lo que ese hombre es, no por lo que parece. Nos enamoran la inteligencia, la personalidad, la capacidad de hacer cosas, de conseguir metas. En realidad, si se fijan, tanto a hombres como a mujeres nos atraen los mismos atributos que a nuestros antepasados más remotos. A ellos les atraía la hembra capaz de concebir la mejor prole, la que más podía contribuir a mejorar la especie, y a nosotras... a nosotras, exactamente lo mismo.
No solo el varón físicamente más hábil, sino el que creemos que puede proteger mejor a la familia, el más poderoso, por tanto. Poder, he aquí la palabra clave. No es un término que goce de buena prensa, desde luego. Se relaciona siempre con todas sus connotaciones más negativas, con prepotencia, abuso, despotismo. Y, sin embargo, poder como su propia etimología revela es simplemente la capacidad de hacer cosas. O, como también señala el diccionario, es la ausencia de obstáculos e inconvenientes, es aptitud, facultad, influjo, autoridad. ¿Resulta entonces tan extraño que una mujer valore y admire esas cualidades? En lo que a mí respecta, puesto que alguna vez me han señalado como víctima de esa erótica, la del poder, he de decir simplemente que siempre he necesitado mirar a un hombre de abajo arriba y no de arriba abajo. No tengo alma de redentora para salvar tipos descarriados o perdedores, por muy guapos y musculosos que sean. Tampoco me gusta el rol de mamá para cuidarlos y hacerles sopitas. Ni siquiera aspiro a ser el reposo del guerrero, sino la que está a su lado, compartir la lucha, y cuanto más valiente y bizarro sea él, mejor. ¿Soy acaso la única, una rara? Yo diría que no.
Carmen Posadas
Félix Velasco - Blog

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