Uno de los mejores fondeaderos del Mediterráneo: cielo azul, agua de color esmeralda y una larga franja de arena que protege de los levantes que soplan en verano. Un lugar seguro y tranquilo, donde hoy el mar apenas se ve rizado por una brisa suave. Fondeados a este lado de la barra hay innumerables barcos. Algunos son de gran eslora: con los prismáticos identifico el Mata-Múa de la baronesa Thyssen, el hermoso casco negro de la goleta Black Wood y ese otro grande y espantoso del millonetis ruso, no sé cómo se llama ni me importa, que se parece a un portaviones o a un monstruoso submarino. Por supuesto, hay banderas y matrículas de conveniencia a granel: Jamaica, Antigua, Jersey, Chipre, Gibraltar y otros paraísos fiscales. No faltan megayates saudíes o kuwaitíes con helicóptero a bordo y señoras sin velo, muy poco musulmanas de pinta, tomando el sol en la toldilla. Por mi popa hay un magnífico buque escuela holandés con aparejo de fragata, flanqueado por un enorme velero de alta tecnología y por una bellísima goleta inglesa de líneas finas, blanca y elegante como un ave marina.
El sitio es perfecto. Suelo echar el ancla aquí en cualquier época del año, al comienzo o al regreso de algún viaje, por lo confortable del sitio. El fondo de arena limpia, sin algas ni piedras, permite largar el ancla con seguridad -la mía es una sólida y pesada CQR, con una Danforth para engalgar en caso necesario-, bastando treinta metros de cadena en cuatro o cinco de sonda para alejar el temor de que garree por el viento o la marejada. No todos los barcos que hay aquí son lujosos, por supuesto. El mío, un velero aparejado de cúter, no lo es. Tampoco lo son varios de los que tengo cerca, borneando suaves con la brisa: algún catamarán francés, veleros o yates a motor de esloras medias con bandera española, inglesa, holandesa, portuguesa, italiana. Tras veinte años de navegar con mi propio barco, algunos resultan viejos conocidos. Cerca está elMapache del griego Ageitos, y algún otro con mucha costra de sal marina en la memoria; entre ellos un caballero anglosajón de cierta edad que siempre fondea aquí por las mismas fechas, los quince primeros días con una amante guapa que suele tomar el sol desnuda, y los quince siguientes con su legítima esposa. El resto de barcos menores, en su mayor parte, lleva a bordo a embarcados de verano: familias con críos que salpican en el agua y gritan jugando, motoras con chicas tostándose en colchonetas, amigos de barriga cervecera en plan Paco y Manolo. Precisamente una de las principales diversiones de lugares como éste es observar las maniobras de fondeo de los navegantes inexpertos: sus enredos de ancla y cadena y los borneos criminales sobre el barco más cercano. Otra, mirar con los prismáticos a los endomingados de los yates más grandes que, al caer el sol, embarcan en las zodiacs vestidos con sus mejores galas para que les peguen un sablazo mortal en el sofisticado y carísimo restaurante de la playa.
El caso es que estás en todo lo que cuento, mirando los yates lujosos y a los elegantes listos para ir a tierra, y a los domingueros que intentan desenredar su fondeo del vecino, y las dos pavas con aire de putón bolchevique que se doran cerca, en la motora del fulano con bandera rusa que tiene la música a toda potencia, cuando en mitad de ese tinglado que sólo tiene que ver con el mar en el hecho indudable de que allí hay agua, aparece navegando muy despacio, traído por el levante suave, un pequeño, viejo y ruinoso velero de madera con la pintura desconchada y las velas descoloridas por el sol, que navega con todo el trapo arriba, foque, mayor y escandalosa henchidos con la brisa por el través, y a bordo un fulano medio desnudo muy flaco y quemado por el sol, de pelo revuelto y barba gris, que ajeno a todo navega lentamente entre los megayates y los domingueros y cuantos estamos allí, tranquilo, impasible, una mano nudosa y descarnada sobre la caña del timón, mirando hacia un horizonte que, sea cual sea, nada tiene que ver con este fondeadero ni con quienes lo ocupamos. Y mientras el pequeño velero y su patrón pasan despacio, majestuosos en su soberbia y callada lentitud, los niños dejan de gritar y salpicar en el agua, y los ricachones de los grandes yates enmudecen, y las chicas de la motora levantan la cara y miran, alertadas por el silencio, y hasta la música del rufián que las trajina parece amortiguarse unos instantes. Y quienes saben mirar a los hombres y sus barcos sonríen con admiración y respeto, porque comprenden que está pasando un marino.
Arturo Pérez-Reverte
Félix Velasco - Blog
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