Sumido en la bruma de un bulto sospechoso, Zapatero dice que ha prestado el último servicio a España con el trámite burocrático de merodear por la cumbre europea entre el desprecio y la indiferencia generales, siempre en la última fila de las fotos, silente y con el rictus en modo cara de circunstancias. Si un presidente del Gobierno en funciones es la representación por antonomasia del cadáver político, en Zapatero no hay gran diferencia entre el antes y el después, al menos en lo que a Europa se refiere. Desde la primera cumbre del verano de 2004 hasta la de ayer, la número 43 de las que ha asistido, según el mismo ha subrayado, el papel del presidente por poco ha sido el del viajero en tránsito, sólo que la sala vip eran las estancias oficiales de una Europa cada vez más distante.
Si hubiera dedicado todo el tiempo perdido, del que se quejaba ante Van Rompuy en su despedida, a aprender idiomas habría alcanzado seguro un nivel al menos tan aceptable como el de un camarero marbellí en paro. Pero el presidente ha preferido dejar la representación institucional de España a ras de suelo con tan obstinada reincidencia que ha acabado por desarrollar las habilidades de un «ninja» de la diplomacia: la invisibilidad y el mutismo zen, una forma de minimalismo total por la cual Zapatero ha podido pasar perfectamente desapercibido incluso en el semestre en el que España presidía la Unión Europea o hasta cuando llamó fracasada a la canciller Angela Merkel dos minutos antes de dejar la economía nacional al pairo del control remoto de Berlín. Para mal —y hasta para bien— la cosa tiene un mérito enorme y plantea un desafío difícil de superar incluso en el supuesto de que el señor Rajoy aspirara —Dios no lo permita— a culminar la obra de su inminente antecesor y condujera a España a la ruina irreversible y al vertedero de la insignificancia.
Si nada lo estropea, la sombra de la sublime inconsistencia de Zapatero ha abandonado la forma vagamente líquida para convertirse en vapor de nada. Sólo resta el formalismo institucional de tocar el dos, lo que inevitablemente implicará un emotivo discurso a mayor gloria del talante y en contra del mínimo respeto que se merecen las más de cinco millones de vidas rotas que nos ha costado el capricho. Es un precio muy alto como para sacar pecho, pero si a Zapatero no le importa, al país ya casi ni le duele y mucho menos le sorprende. Después de todo y de abrir la puerta del Congreso a los demiurgos del tiro en la nuca, casi nada de lo que pueda hacer Zapatero de aquí al veintitantos de diciembre será ya determinante, algún que otro despilfarro más sobre la marcha, tal vez una mariscada en Moscú o una inoportuna factura de spa de lujo, el chisporroteo final de un Gobierno que negoció con terroristas, pagó rescates y pinchó una burbuja que le explotó en la cara.
O sea, casi nada. «Good-bye mister Bean». Hasta nunca, Obama pálido.
Tomás Cuesta
Félix Velasco - Blog
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