Un amigo me confiesa que no participó de la huelga del pasado día 29 de septiembre porque hacerlo se le antojaba una carnavalada. Reflexionando sobre sus palabras (que tenían mucho de exabrupto) concluyo que, tal vez sin pretenderlo, tenía razón. La huelga es un producto inevitable del Estado liberal, que defendía que los contrastes económicos eran ajenos a su mandato. Obreros y patronos, abandonados en la arena de sus disputas, tenían que medirse en el despiadado medio de la resistencia, sin un código que se pusiese en medio de los contendientes y, con su reconocida autoridad, señalase la línea de lo justo y del derecho.
Así, por falta de instituciones jurídicas eficaces, el obrerodesamparado confiaba en la fuerza la solución de sus intereses. Pero ahora vivimos en eso que llaman «Estado social», en el que se supone que la autoridad constituida protege los intereses de los trabajadores (cosa más que discutible, si nos atenemos a la crudelísima reforma laboral decretada por este Gobierno) frente a la rapacidad empresarial; vivimos, además, en una época en que el capitalismo empresarial ha cobrado un peso cada vez más residual en beneficio del llamado «capitalismo financiero», una época en la que las pequeñas y medianas empresas sufren la crisis con igual rigor que los trabajadores. De tal modo que a los sindicatos ya no les queda otro remedio sino revolverse contra el gobierno que ampara una legislación laboral contraria a sus intereses y que permite (en connivencia con otros gobiernos) los excesos del «capitalismo financiero». Pero, cuando los sindicatos se revuelven contra el gobierno, no resultan creíbles. Su queja se nos antoja un mero aspaviento; y los propios dirigentes sindicales desempeñan su papel con escasa convicción, conscientes de su escasa credibilidad, o extienden el objeto de su revuelta contra enemigos inconcretos «fuerzas ominosas que rigen el rumbo de los mercados», o contra la muy socorrida «derechona», a la que hacen diana de sus invectivas, en igual o incluso mayor medida que al propio gobierno.
El drama de los sindicatos, en las modernas socialdemocracias, es que observan una conducta ambigua: por un lado, afirman luchar contra el orden capitalista; por otra, se sitúan en el seno de este orden, lo sostienen, lo apoyan. Se presentan como organizadores de una lucha contra el orden existente, que no es considerado como perfecto, pero que ya no se juzga como fundamentalmente pervertido, y se ofrecen para mejorarlo. Pero, para mejorarlo, en lugar de defender la naturaleza exclusivamente profesional del sindicato, se alían (a veces incluso se adhieren) a posiciones ideológicas que sostiene tal o cual partido político; y así, a la vez que envenenan de ideología su propia organización, provocando la desafección de muchos de sus afiliados (o impidiendo que muchos trabajadores se afilien a sus organizaciones), cuando el partido político que gobierna es el mismo con el que se han aliado o al que se han adherido, sus reivindicaciones pierden toda credibilidad; se convierten, como sostenía expeditivamente mi amigo, en una carnavalada.
Los sindicatos han desfigurado el sindicalismo, torciendo suspolíticos afines; a cambio, eso sí, de un generoso soborno en forma de ayudas variopintas, subvenciones y privilegios escandalosos. Y una organización sindical que, en una amplia medida, ejerce funciones casi oficiales y toma un carácter casi oficial, no puede pretender al mismo tiempo presentarse como adversario, ni rechazar el orden legal establecido por los mismos a los que apoya, por la sencilla razón de que ya forma parte del sistema. El sindicato ha de representar a todos los trabajadores unidos en el terreno profesional para la defensa y protección de sus derechos, y esta unidad de representación se hace imposible cuando se sujeta a la servidumbre de los partidos políticos. Esa servidumbre ha matado su vitalismo y los ha convertido en una especie de sucedáneo que repite todas sus lacras: burocracias hipertrofiadas, parasitismo a costa del presupuesto, etcétera. Así, sus reivindicaciones más legítimas parecen espurias; así, cuando convocan una huelga, incurren trágicamente en la carnavalada.
Juan Manuel de Prada
Félix Velasco - Blog
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