No sé ustedes, pero yo me sorprendo a cada rato al descubrir lo irracional que soy. Miren que hago esfuerzos por ser una persona ponderada que se rige por parámetros racionales, sensatos y reflexivos a la hora de formar su opinión sobre otras personas. Sin embargo, en cuanto me descuido, zas, sale el primate que en mí habita y me hace tener unos comportamientos de lo más estrambóticos.
Tomemos por ejemplo el caso de los olores. Lo que voy a contarles me ocurrió hace años: me sentí atraída por un tipo verdaderamente detestable sin poder comprender qué me gustaba de él. Era todo lo contrario de lo que yo valoro: carca, muy figurón y, para colmo, dueño de una de esas inculturas enciclopédicas que hacen que una se devane los sesos intentando encontrar tema de conversación o, al menos, algún territorio común. Pensarán ustedes que el enganche venía por el lado físico, pero qué va, tampoco en esa área tenía pase el pobre. La solución al enigma fue de lo más freudiana y se me desveló en un sueño. Gracias a él, me di cuenta de que olía igualito que un profesor de Literatura del que estuve platónicamente enamoradísima allá por mis años de internado en Oxford. Sí, como lo oyen, la culpable del malentendido era cierta colonia muy habitual entonces y ahora demodé de nombre Eau Sauvage. Pero verdaderamente sauvage e incomprensible es lo que me pasa no con el sentido del olfato, siempre ligado a la parte más irracional del individuo, sino con el supuestamente más educado sentido del oído.
En lo que a mí concierne, no existe nada que me raye tanto como una voz. Me explico: hay personas a las que admiro, ya sea por lo inteligentes que son o lo coherentes que resultan en su vida profesional... hasta que abren la boca. Y es que si esa persona maravillosa y extraordinaria habla a lo Gracita Morales (hay muchas más de las que se imaginan, háganme caso, que yo esto lo tengo muy estudiado) o posee una voz de eunuco a lo Humphrey Bogart (¿cómo demonios llegaría a ser un sex symbol con ese falsete?, me pregunto) o si sissssea assssí al pronunciar las essses como cierta ministra, por otro lado estupenda y a la que respeto mucho, si, como digo, una persona habla de cualquiera de esos modos, ya puede ser el hombre más sexy de la Tierra o la mujer más admirable del planeta que a mí, sólo oírla, me produce urticaria. ¿En qué consistirá este fenómeno? ¿Serán ciertas voces desagradables para todo el mundo o la fobia va por barrios? ¿Y qué pasa con los olores? ¿Ocurre lo mismo con ellos? El otro día vi un reportaje científico que sostenía que el oído y el olfato son los sentidos más díscolos y que, así como los otros se pueden educar y, por tanto, moldear, estos dos remiten a partes muy primitivas del cerebro y, por tanto, tienen lo que se podría llamar «ideas propias».
Es una evidencia que, después de siglos de imperio de la razón,vivimos ahora un reverdecer del imperio de los impulsos, de las intuiciones, de los sentidos en último término. De ahí que mucha gente decida fiarse más de éstos que de lo que les dicta el intelecto. A la hora de juzgar a una persona o una situación, a menudo se dice «esto me suena bien» o «aquello me huele mal» porque los que antaño confiaban en criterios racionales se han ido dando cuenta de que hay muchas cosas que escapan a la lógica, a la razón en última instancia. Y, como ocurre siempre con el ser humano, al darse cuenta de que esto es así, son muchos los que se van al otro extremo del péndulo, a confiar ciegamente en criterios primitivos pensando que son más fiables. Y, sin embargo, como bien advierten las narraciones precisamente más primitivas, no siempre las cosas son lo que parecen, ni siquiera en los instintos. Por ejemplo, en los dos casos que he mencionado antes, basta con darle la vuelta a la historia para darse cuenta de que algo que huele o «suena bien» no siempre es lo mejor. Porque ¿acaso no es evidente que, por mucho que digan los publicistas y los gurús del marketing, nadie se vuelve guapo ni sexy por usar determinada colonia mientras que por muy bella y envolvente que sea una voz jamás ha servido para redimir a un indeseable.
Carmen Posadas
Félix Velasco - Blog
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