Se pregunta el diario ABC cuál es la fórmula para regenerarEspaña, entendiendo que los signos visibles de nuestra decrepitud «crisis económica, corrupción política, pérdida de nuestra conciencia colectiva, etcétera» poseen un común denominador, o siquiera que están íntimamente conectados. Y desde luego lo están; aunque falta determinar cuál es su vínculo, que a veces se menciona con la difusa expresión de «crisis de valores». Pero los «valores» son productos culturales, cuya jerarquía establece cada época en función de sus prioridades e intereses; y cuya vigencia declina a medida que cambian tales prioridades e intereses. Frente a los adventicios y cambiantes «valores» se hallan las inmutables virtudes, que los antiguos invocaban en circunstancias semejantes a las que nosotros ahora padecemos; pero para que tales virtudes puedan ser invocadas, hace falta reconocer un Principio del que tales virtudes emanen, cosa a la que nuestra época no parece dispuesta, pues sería tanto como renunciar a las prioridades e intereses que guían sus acciones.
A lo máximo que nuestra época puede comprometerse, huérfana de ese Principio de virtud, es a una disciplina ética; pero las disciplinas éticas acaban relajándose tarde o temprano, pues enjuician las acciones por sus consecuencias «criterio de pragmatismo», sin atreverse a reconocer una norma suprema que enjuicie la naturaleza de la acción en sí. Así, por ejemplo, la disciplina ética vigente en nuestra época postula que las personas somos libres para actuar según nuestro deseo; y que tal libertad sólo será reprobable cuando cause un daño tangible a un tercero. No existiendo ese daño tangible, nuestra acción no podrá ser reprobada. El político corrupto que cobra comisiones antes de recalificar un terreno y conceder una licencia, ¿a quién está dañando? No, desde luego, al concesionario de la licencia, que espera sacar de la concesión una tajada mucho mayor que la comisión que el político corrupto se lleva bajo cuerda; y tampoco a quienes luego vayan a comprarse un piso en la urbanización que el concesionario construya sobre los terrenos recalificados, que habrán de hacerlo necesariamente al precio de mercado (precio que, desde luego, no variará porque el político deje de cobrar comisión). Tal vez la disciplina ética del político corrupto pueda calificarse de «relajada»; pero, desde un punto de vista meramente pragmático, no puede afirmarse que esté causando un daño tangible a nadie. Tampoco lo causa quien, en lugar de ingresar sus ahorros en una cuenta bancaria que, al cabo del año, le rinda unos intereses magros, los invierte en brumosas operaciones financieras que se los devuelven multiplicados por cuatro.
Puesto que el dinero no procrea como si fuese un conejo, parece evidente que ese «pelotazo» o truco de prestidigitación que multiplica súbitamente unos ahorros por cuatro se ha logrado a costa de que alguien haya visto reducido su dinero en la misma proporción. Pero ¿quién es ese alguien? Su existencia es tan brumosa como las propias operaciones financieras que han favorecido la multiplicación del dinero; y, no habiendo daño tangible, nadie podrá condenar ese enriquecimiento rápido. A menos, claro está, que aceptemos calificar la naturaleza moral de nuestras acciones, independientemente de las consecuencias que acarreen. Pero para ello habríamos de restringir nuestra libertad; habríamos de someterla a un freno moral previo. Y esto exigiría reconocer una ley suprema de justicia que no puede ser modificada en atención a nuestras prioridades e intereses; y cuyo castigo no dependa «o sólo dependa a la hora de establecer su graduación» del perjuicio causado a terceros, sino de la ofensa inferida a la ley suprema de justicia. Mientras esa ley suprema no sea restablecida, todo intento de regeneración social será como arar en el mar; pues las disciplinas éticas, desarraigadas de su Principio, acaban engendrando tedio, acaban pudriéndose y sucumbiendo a diversas formas de relajación, para poder seguir satisfaciendo prioridades e intereses personales. A nuestra época le ocurre, en fin, como a los pelagianos en tiempos de San Agustín, que pretendían aferrarse a una moral independiente de todo condicionamiento sobrenatural; y así terminaban sustituyendo el «fín último» que debe guiar toda acción noble por un fin provechoso para sí mismos. Un fin que, a la postre, por muchos afeites y disimulos con que lo disfracemos, acaba siendo degenerado.
Juan Manuel de Prada
Félix Velasco - Blog
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