Decía Joseph Conrad que la mayor virtud de un buen marino es una saludable incertidumbre. Después de quince años navegando como patrón de un velero, y con la responsabilidad que a veces eso te echa encima –el barco, tu pellejo y el de otros–, no sé si soy buen marino o no; pero lo cierto es que no me fío ni del color de mi sombra. Eso incluye la meteorología. Y no porque sea una ciencia inexacta, sino porque la experiencia demuestra que, en momentos y lugares determinados, la más rigurosa predicción es relativa. Nadie puede prever de lo que son capaces un estrechamiento de isobaras, una caída de cinco milibares o el efecto de un viento de treinta nudos al doblar un cabo o embocar un estrecho. Pese a todo, o precisamente a causa de eso, siento un gran respeto por los meteorólogos. Buena parte del tiempo que paso en el mar lo hago en tensión continua: mirando el barómetro, atento al canal de radio correspondiente con libreta y lápiz a mano, o sentado ante el ordenador de la mesa de cartas, consultando las previsiones meteorológicas oficiales e intentando establecer las propias. Hace años las completaba con llamadas telefónicas a los viejos compañeros de la tele –mis queridos Maldonado y Paco Montes de Oca–, que me ponían al corriente de lo que podía esperar. Los medios de predicción son ahora muchos y accesibles. España, que cuenta con un excelente servicio de ámbito nacional, carece sin embargo de cauces eficaces de información meteorológica marina: sus boletines públicos son pocos y se actualizan despacio, y su presentación en Internet es deficiente. Por suerte, funcionan páginas de servicios franceses, ingleses e italianos, entre otros, que permiten completar muy bien el panorama. Para quien se preocupa de buscarla, hay disponible una información meteorológica marina –o terrestre, en su caso– bastante razonable. O muy buena, en realidad.
Debo algunos malos ratos a los meteorólogos. Es cierto. Pero no les echo la culpa de mis problemas. Hacen lo que pueden, lidiando cada día con una ciencia inexacta y necesaria. Me hago cargo de la dificultad de predecir el tiempo con exactitud. Nunca esa información fue tan completa ni tan rigurosa como la que tenemos ahora. Nunca se afinó tanto, aceptando el margen de error inevitable. Un meteorólogo establece tendencias y calcula probabilidades con predicciones de carácter general; pero no puede determinar el viento exacto que hará en la esquina de la calle Fulano con Mengano, los centímetros de nieve que van a caer en el kilómetro tal de la autopista cual, o los litros de agua que correrán por el cauce seco de la rambla Pepa. Tampoco puede hacer cálculos particulares para cada calle, cada tramo de carretera, cada playa y cada ciudadano, ni abusar de las alarmas naranjas y rojas, porque al final la peña se acostumbra, nadie hace caso, y acaba pasando como en el cuento del pastor y el lobo. Además, en última instancia, en España el meteorólogo no es responsable de la descoordinación de las administraciones públicas –un plural significativo, que por sí solo indica el desmadre–, de la cínica desvergüenza y cobardía de ministros y políticos, de la falta de medios informativos adecuados, de los intereses coyunturales del sector turístico-hotelero, de la codicia de los constructores ladrilleros y sus compinches municipales, ni de nuestra eterna, contumaz, inmensa imbecilidad ciudadana.
Hay una palabra que nadie acepta, y que sin embargo es clave: vulnerabilidad. Hemos elegido, deliberadamente, vivir en una sociedad vuelta de espaldas a las leyes físicas y naturales, y también a las leyes del sentido común. Vivir, por ejemplo, en una España con diecisiete gobiernos paralelos, donde 26.000 kilómetros de carreteras dependen del Ministerio de Fomento y 140.000 de gobiernos autonómicos, diputaciones forales y consejeros diversos, cada uno a su aire y, a menudo, fastidiándose unos a otros. Una España en la que el Servei Meteorològic de Catalunya reconoce que no mantiene contacto con la agencia nacional de Meteorología, cuyos informes tira sistemáticamente a la papelera. Una España donde, según las necesidades turísticas, algunas televisiones autonómicas suavizan el mapa del tiempo para no desalentar al turismo. Una España que a las once de la mañana tiene las carreteras llenas de automóviles de gente que dice que va a trabajar, y donde uno de cada cuatro conductores reconoce que circula pese a los avisos de lluvia o nieve. Una España en la que quienes viven voluntariamente en lugares llamados –desde hace siglos– La Vaguada, Almarjal o Punta Ventosa se extrañan de que una riada inunde sus casas o un vendaval se lleve los tejados. Por eso, cada vez que oigo a un político o a un ciudadano de infantería cargar la culpa de una desgracia sobre los meteorólogos, no puedo dejar de pensar, una vez más, que nuestro mejor amigo no es el perro, sino el chivo expiatorio.
Arturo Pérez-Reverte
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