El pánico era provocado por un dios bribón llamado Pan, que tenía cuernos de cabrón y que se aparecía en las encrucijadas anunciando pestes e infortunios. Los católicos lo convirtieron en el diablo. En los cruces de camino se construían cruces de piedra para conjurar la presencia maligna. Lo que el mundo vive estos días aún no es una crisis de pánico, es apenas un estado de ansiedad por la interrupción intempestiva del capitalismo de oro, el que promocionó el darwinismo social, la codicia, los negocios como el equivalente moderno de la guerra y los grandes negociantes investidos de la aureola atávica de los bucaneros.
Esto no es crisis de pánico aún; no se parece nada a las colas de Nueva York para ver la película de Chaplin Luces de la ciudad cuando la gente, disimulando el hambre, se arrimaba porque creía que iban a dar pan gratuito. Las fotos de las madres de Nueva York parecían otra vez madres de pueblo, emigrantes griegas o sicilianas. Aún no han llegado los niños que vendían naranjas en las autopistas, vivimos casi el pleno empleo si se compara con el 25% de parados de entonces.
Cuando los fabianos, que mostraron el desdén del dinero, les decían camaradas a los bolcheviques y les intentaban convencer de que el capitalismo, siempre salvaje por definición, terminaría ardiendo, que no era ni laissez faire ni democracia sino la codicia organizada, Lenin les contestaba: bien, camaradas, gracias por su colaboración pero el capitalismo no cae si no se le derrumba. Qué razón tenía. Hasta que se extinga, sigue recuperándose de sus crisis cíclicas mientras aquel sueño universal del socialismo se ha evaporado. Desde el pedestal de granito, cada cinco o 10 años observa George Washington cómo caen rayos sobre la Bolsa, y cada cinco o 10 años el capitalismo resurge con más fuerza.
Pero no olvidemos que hubo gente decente como los fabianos, aunque exasperaban a los bolcheviques; los veían como unos pijos aristócratas que tocaban el violín. Russell y Shaw, frente a Lenin, estaban convencidos de que el socialismo era invencible a la larga porque se basaba en el pensamiento destructivo, lúcido y terrible, despiadado con los privilegios.
La felicidad, según Gary Cooper, era tener trabajo durante el día y sueño durante la noche, pero Russell hizo una definición menos rústica: la felicidad está basada en la falta de envidia. Luchó durante toda la vida por tres cuestiones esenciales: contra la estupidez, contra la envidia y a favor de la paz. Tuvo una niñez turbulenta, durante la adolescencia estuvo al borde del suicidio.
«Me abstuve de quitarme la vida por el deseo de saber más matemáticas». Era un escéptico en cuanto a la democracia; para él la libertad significó al principio la ausencia de dominación extranjera, y por último, en manos de Hegel, llegó la libertad verdadera, «que se reducía a poco más que el gracioso permiso para obedecer a la policía».
Esto no es crisis de pánico aún; no se parece nada a las colas de Nueva York para ver la película de Chaplin Luces de la ciudad cuando la gente, disimulando el hambre, se arrimaba porque creía que iban a dar pan gratuito. Las fotos de las madres de Nueva York parecían otra vez madres de pueblo, emigrantes griegas o sicilianas. Aún no han llegado los niños que vendían naranjas en las autopistas, vivimos casi el pleno empleo si se compara con el 25% de parados de entonces.
Cuando los fabianos, que mostraron el desdén del dinero, les decían camaradas a los bolcheviques y les intentaban convencer de que el capitalismo, siempre salvaje por definición, terminaría ardiendo, que no era ni laissez faire ni democracia sino la codicia organizada, Lenin les contestaba: bien, camaradas, gracias por su colaboración pero el capitalismo no cae si no se le derrumba. Qué razón tenía. Hasta que se extinga, sigue recuperándose de sus crisis cíclicas mientras aquel sueño universal del socialismo se ha evaporado. Desde el pedestal de granito, cada cinco o 10 años observa George Washington cómo caen rayos sobre la Bolsa, y cada cinco o 10 años el capitalismo resurge con más fuerza.
Pero no olvidemos que hubo gente decente como los fabianos, aunque exasperaban a los bolcheviques; los veían como unos pijos aristócratas que tocaban el violín. Russell y Shaw, frente a Lenin, estaban convencidos de que el socialismo era invencible a la larga porque se basaba en el pensamiento destructivo, lúcido y terrible, despiadado con los privilegios.
La felicidad, según Gary Cooper, era tener trabajo durante el día y sueño durante la noche, pero Russell hizo una definición menos rústica: la felicidad está basada en la falta de envidia. Luchó durante toda la vida por tres cuestiones esenciales: contra la estupidez, contra la envidia y a favor de la paz. Tuvo una niñez turbulenta, durante la adolescencia estuvo al borde del suicidio.
«Me abstuve de quitarme la vida por el deseo de saber más matemáticas». Era un escéptico en cuanto a la democracia; para él la libertad significó al principio la ausencia de dominación extranjera, y por último, en manos de Hegel, llegó la libertad verdadera, «que se reducía a poco más que el gracioso permiso para obedecer a la policía».
Raúl del Pozo
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