miércoles, 13 de agosto de 2008

Derechos a gogó

En alguna ocasión anterior hemos escrito que la tiranía no es una forma degenerada de gobierno, sino una degeneración que se introduce en las más diversas formas de gobierno; y que, en contra de lo que se piensa, no hay forma de gobierno inmunizada contra la tiranía. Solemos identificar la tiranía con la autocracia o la dictadura; y ciertamente, son muchos los autócratas que, a lo largo de la historia, se han desempeñado como tiranos, porque la detentación del poder suele degenerar en abuso del poder. Pero esta tentación abusiva puede florecer en cualquier otra forma de gobierno; pues lo que hace que un gobierno no degenere en tiranía es la condición moral de quien lo detenta. Platón, por ejemplo, consideraba que la aristocracia era la mejor forma de gobierno posible, pues presuponía que los llamados `aristoi´ (esto es, los mejores) serían personas nobles y sabias; cuando la aristocracia la detentan personas crueles, corrompidas o arbitrarias, deviene tiranía insufrible.

Hoy vivimos en lo que podríamos denominar `fase democrática´ de la Historia, según la cual el único poder legítimo es el que procede del pueblo (palabra, por cierto, en franco retroceso, sustituida con frecuencia por la más ambigua `ciudadanía´). No es la legitimación en origen de la democracia lo que aquí nos interesa analizar, pues si bien puede ser –como cualquier otro producto cultural– un concepto discutible, lo cierto es que es un concepto válido, y hasta valioso, para el sano gobierno de una sociedad. Ahora bien, que la democracia sea en origen una forma de gobierno saludable no debe hacernos incurrir en la creencia bobalicona de que es una forma de gobierno inmunizada contra la tentación tiránica. Y como en democracia el poder tiene dos titularidades (aquellos en quienes reside y aquellos que lo detentan), las posibilidades de que tal poder degenere en tiranía se multiplican por dos (si atendemos a esta doble titularidad) o hasta el infinito (si consideramos que a cada individuo corresponde, siquiera de forma ideal, una mínima parcela de poder).

Una de las vías de infiltración de la tiranía en la democracia se funda, paradójicamente, en la exaltación desaforada de los `derechos´. Pero se olvidan dos nociones: 1) El reconocimiento de un derecho implica el reconocimiento de una obligación correlativa; y 2) El ejercicio de un derecho tiene siempre unos límites, que no sólo son externos (se suele reconocer que en el ejercicio de un derecho no podemos dañar a otros), sino sobre todo internos. Y esta incapacidad para reconocer los límites internos de los derechos –esto es, su configuración verdadera– es lo que suele introducir en las democracias el morbo de la tiranía. Se ha impuesto la idea descabellada de que los derechos pueden ser modelados a nuestro antojo; y que, por lo tanto, cualquier interés propio, cualquier pulsión o apetencia, cualquier capricho o anhelo puede obtener el rango de derecho si exigimos su reconocimiento. Inevitablemente, una organización humana cuyos integrantes han renunciado a la labor de discernir el contenido real de un derecho, prefiriendo imponer como derecho lo que no es sino `volición´, mero acto de la voluntad o –lo que es todavía peor– acto de una voluntad incapaz de embridarse, de una voluntad sin `fuerza de voluntad´ (esto es, sin capacidad para conceder lo que no es obligado y para abstenerse de lo que no está prohibido), se convierte en una organización cada vez más conflictiva. Pruebas de esta conflictividad creciente de las sociedades actuales, convertidas en una mera agregación de egoísmos particulares, las tenemos por doquier: desde divorcios a mansalva (por mencionar un ámbito de conflictividad personal) a insolidaridad entre regiones (por mencionar un ámbito de conflictividad colectiva).

Pero en democracia el poder, que reside en el pueblo, es detentado por unos representantes políticos. Y en esta degeneración que convierte el poder en tiranía dichos representantes desempeñan una labor primordial: primero, azuzando el ejercicio de esos intereses particulares, mediante su elevación al rango de `derechos´; más tarde, puesto que el ejercicio de tales `derechos´ es inevitablemente conflictivo, los representantes del poder tienen que actuar para evitar las fricciones. Y, en el camino, se ha consumado la gran subversión del concepto de derecho: lo que antaño era posesión connatural al hombre que el poder establecido se limitaba a reconocer, se convierte en una concesión graciosa que el poder otorga. Y así los hombres, creyéndose más libres, son en realidad más esclavos de esa concesión graciosa. El virus de la tiranía ya ha sido infiltrado.

Juan Manuel de Prada

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