sábado, 17 de octubre de 2015

Cuerpo de pecado con cara de arrepentimiento


Hace tiempo que quiero dedicar una Pequeña Infamia al fenómeno de la barba, que me llena de perplejidad. Pertenezco a esa generación que adoraba al Che Guevara y soñaba con descubrir la playa bajo los adoquines de París en mayo del 68 y, de haber nacido hombre, seguro que me habría dejado una. En aquel entonces, hablo de los sesenta y setenta, había barbas para elegir. Uno podía decantarse por una a lo Trotsky, y pasear con aire meditabundo con un libro de Sartre bajo el brazo. O dejársela de chivo, y caer por alguna tertulia emulando a Valle Inclán. Había barbas contestatarias como estas pero también las había aristocráticas. Entre estas últimas podía uno escoger, por ejemplo, parecerse a Jorge V de Inglaterra, como hacía el guapísimo príncipe Miguel de Kent, u optar por la de Nicolás II de Rusia. Su terrible muerte consiguió rodear al personaje de tal fascinación y misterio que, en ciertos círculos, su barba era muy imitada. Y luego estaba la más famosa de todas, la del Che antes mencionada, que era la que, con diferencia, más adeptos tenía y que las chicas adorábamos acariciar, que no mesar (Aprovecho aquí para recordar -pequeña nota informativa- que pese a lo que muchos puedan creer, "mesar" es todo lo contrario de acariciar. Quiere decir, literalmente, "arrancar los pelos con la mano").
Cuento todo esto para que vean que no soy una persona antibarba. Al contrario, forma parte de mi educación sentimental, por no decir sexual. Por eso, porque me encantan los hombres barbudos, estoy de lo más sorprendida por la que ahora infesta casi todas las caras masculinas sin distinción de edad, inclinación política o clase social. Me refiero a esos pelos a medio crecer, hirsutos, muchas veces canos y siempre desprolijos que están tan de moda. Me encantaría que alguien me explicara el insondable misterio de por qué, cuando los hombres se cuidan más que nunca, dedican horas al gimnasio para estar esculturales, se forran a antioxidantes, usan cremas botox y hasta se depilan (otro misterio insondable para mí, pero vamos a lo que vamos) les ha dado por este look. ¿De qué sirve, me pregunto yo, tener un cuerpo digno de una estatua de Praxíteles, unas piernas lampiñas de efebo y un cutis de ninfa si luego van y arruinan por completo el efecto dejándose esa barba a medio crecer a lo Yasser Arafat? ¿Cuándo y de la mano de quién entró en nuestras vidas esta tendencia que hace que muchos vayan por ahí pareciendo un perroflauta vestido de Armani? Yo comprendo que pueda quedar sexy ver a un adolescente o incluso a un veinteañero con barba de dos días y con aspecto de haberse levantado recién de la cama. Pero pasados los treinta, y no digamos los cuarenta -los cincuenta y los sesenta mejor ni mencionarlos-, a nadie, y quiero decir a Nadie, le queda bien esta apariencia. Ni a Brad Pitt, que no me gusta nada, ni a Jeremy Irons, que me encanta, ni a ningún otro de los ídolos del celuloide, de modo que calculen cómo le sienta al común de los mortales. Para más pasmo, el aspecto "barba de tres días, me cachis qué guapo soy", suele completarse con un llamémosle peinado de pelos revueltos o de punta como si el bello de turno acabara de meter los dedos en el enchufe. ¿No es un poco incongruente hacer todo lo posible por tener aspecto de adolescente y al mismo tiempo cultivarse una testa de espantapájaros? Sé que clamo en el desierto, porque las modas son implacables, arrasadoras y no se puede luchar contra ellas. Lo único que espero es que la próxima -y ya toca cambio por fortuna-, sea más favorecedora que esta. ¿En qué consistirá? Sea la que sea, seguro que gustará más que la actual. Esta me recuerda algo que mi abuelo decía de las damas añosas a las que, por tener una bonita figura, les daba por embutirse en vestidos de veinteañeras. Él las llamaba cuerpos de pecado con cara de arrepentimiento.
Carmen Posadas
Félix Velasco - Blog

No hay comentarios: