Pero hoy ya no es así. La neurociencia cognitiva no nos deja que soñemos el alma. Hoy la ciencia ve el alma llena de neuronas. Es una especie de cubículo cerebral en donde danzan los sentimientos provocando las correspondientes reacciones bioquímicas. Lo acabo de leer en "El cerebro moral", de Patricia Churchland, una de las mayores especialistas del mundo en neurofilosofía: que el alma es un estado mental y que por consiguiente es un proceso cerebral mediatizado por los correspondientes procesos bioquímicos y ambientales. Patricia decribe incluso la plataforma neurológica de la vinculación emocional.
O sea que el alma es puro cerebro. Lo demás es la nada. El alma se va conformando en lo que se llama la teoría triárquica de la inteligencia, desarrollada por Argibay, que incluye el contexto interno del individuo (sus capacidades), el contexto externo (el ambiente donde se desarrolla) y la interacción entre ambos. Si esto es verdad –que no sabemos, porque habrá que ver si no lo anula otro descubrimiento- es una pena. Desaparece el enigma inmortal. Nos apresamos cada vez más en la materia.
Porque entre que el alma sea una quinta esencia etérea, como decía Lucrecio, a que sea una red de neuronas que contiene la ética y los sentimientos humanos va un abismo. Francis Crick, premio Nobel en el 63 por el famoso descubrimiento de la doble hélice del ADN, con su obra "La búsqueda científica del alma" inició la neurofilosofía, esa disciplina que pretende aniquilar los pocos dioses griegos que nos quedan.
El asunto es que nos apresan el alma en un tubo de ensayo. Nos la escanean como a un ratón, para descubrir esas vértebras que la historia guarda en el polvo de los sueños. En fin, que si el alma son neuronas esperemos que lleve razón Platón y sean neuronas eternas, y que cuando seamos polvo, como decía Quevedo, al menos seamos polvo enamorado.
Manuel Juliá
Félix Velasco - Blog
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