miércoles, 19 de mayo de 2010

El teléfono mentiroso

En una célebre secuencia de Blade Runner, el policía Deckard, interpretado por Harrison Ford, llama desde un teléfono público a Rachel, la joven secretaria/replicante de la corporación Tyrell de la que se ha enamorado hasta las cachas. Y entonces aparece en una pantalla el rostro de la muchacha, como hoy ocurre en las comunicaciones mediante webcam y en las videoconferencias. Recuerdo que cuando vi por primera vez Blade Runner, hace ya veinticinco años, pensé que no tardaría en llegar el día en que todas las cabinas telefónicas incorporasen pantallas que nos permitieran contemplar a nuestro interlocutor; pero me equivocaba por partida doble: las cabinas telefónicas han desaparecido casi por completo, convertidas en armatostes arqueológicos por el auge de la telefonía móvil; y de los videoteléfonos nunca más se supo, pese a que la tecnología que exigen hace mucho tiempo que ha dejado de ser inaccesible o demasiado costosa (en realidad, es casi ya una tecnología obsoleta). Los sótanos de las multinacionales de la telefonía deben de estar abarrotados de prototipos de videoteléfono que nunca se atrevieron a poner en el mercado.
¿Y cuál es la razón de que el videoteléfono no se haya introducido en nuestras vidas? Como cualquier persona no demasiado cándida sabe, el mercado no se rige por la fantasmagórica ley de la oferta y la demanda, sino por la creación artificiosa de necesidades superfluas que generan en el individuo una suerte de voracidad consumista. Así ocurrió, por ejemplo, con el teléfono móvil, que ha cubierto una necesidad que hasta su irrupción nadie había experimentado como tal. ¿Por qué, si se ha logrado que la gente acepte vivir prendida a un artilugio que se convierte en fiscal ubicuo de sus movimientos, no se ha conseguido comercializar el videoteléfono? La razón, de tan evidente, suele soslayarse: el teléfono favorece la impostura, el fingimiento y la ocultación; es un invento que, a la vez que nos hace más accesibles, nos permite emboscarnos con gran facilidad, nos convierte –siquiera durante los minutos que dura el diálogo con nuestro interlocutor– en impostores redomados que representan el papel que la circunstancia exige a cambio de un mínimo esfuerzo. Mientras hablamos por teléfono podemos simular que prestamos una concentrada atención a las tribulaciones de nuestro interlocutor, cuando en realidad nuestra mente vaga por andurriales insospechados. Mientras sostenemos una conversación telefónica en apariencia trascendental podemos zapear en el televisor, podemos saquear la nevera, podemos hurgarnos la nariz, podemos bostezar cuidando de que el descoyuntamiento de la mandíbula no nos delate, podemos incluso intercambiar aspavientos (con frecuencia burlescos y alusivos a nuestro interlocutor telefónico) con alguien que se halla a nuestro lado; y es probable que al otro extremo de la línea esté ocurriendo exactamente los mismo (lo intuimos o sospechamos, pero lo aceptamos sin rubor, porque forma parte del juego establecido). También podemos excusarnos ante nuestro interlocutor alegando que estamos reunidos, o que tenemos visita en casa, o que tenemos que tomar un tren en apenas unos minutos, cuando lo único que deseamos es quitarnos el muerto de encima. El videoteléfono haría imposibles estas imposturas y patrañas: de inmediato, el interlocutor que se despista sería delatado por su expresión ida; y cualquier gesto de desagrado o hastío que en una conversación telefónica introducimos inconscientemente se convertiría ipso facto, a ojos de nuestro interlocutor, en una muestra de indignante grosería, en una descortesía insoportable que alimentaría reproches sin cuento y un sinfín de rupturas amorosas, laborales, empresariales, etcétera. El teléfono, que es un artilugio que `adecenta´ nuestra hipocresía, se transformaría de repente en un diablo cojuelo que dejaría en porreta nuestras intimidades más turbias o simplemente menesterosas.
El videoteléfono nos permitiría mantener conversaciones sólo con aquellas personas a las que no tenemos nada que ocultar o, por el contrario, con aquellas a las que no cesamos de mentir; pero las conversaciones con el resto del género humano se tornarían inviables. Y es que el teléfono es el velo con el que protegemos ese desván de cotidianas mentiras con el que nos desenvolvemos en sociedad; si ese velo fuese removido, tendríamos que renunciar a vivir en sociedad. Y las multinacionales de la telefonía, que lo saben, no quieren ponernos en ese brete, que arruinaría sus cuentas.
Juan Manuel de Prada
Blog - Félix Velasco

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