domingo, 26 de julio de 2009

El libro de la naturaleza


Ya nos hemos referido en alguna otra ocasión a esa propensión que tienen las ideologías a colonizarlo todo, extendiendo sobre nuestra visión del mundo una suerte de niebla confundidora. La ideología es, al fin y a la postre, una idolatría; esto es, un sucedáneo religioso pertrechado de falsos dogmas que simplifican de manera artificiosa la realidad, creando antinomias insalvables en el pensamiento y fragmentando nuestra capacidad de discernimiento moral. El veneno ideológico es, por naturaleza, invasor: no se conforma con ejercer su imperio en los ámbitos naturales de la disputa política; necesita apropiarse del alma de sus adeptos, envileciéndolos y alienándolos, hasta que dejan de ser propiamente humanos.
Muestras de este apetito voraz tan característico de las ideologías las hallamos por doquier. La ideología actúa siempre del mismo modo: primero hace añicos una visión inteligible del mundo, fundada en valores antropológicos verdaderos; y, a continuación, con los añicos o fragmentos resultantes de la demolición elabora construcciones en las que, sin embargo, falta la argamasa que las tornaría coherentes. Una prueba llamativa y desconsoladora de este proceso la observamos, por ejemplo, en lo que podríamos denominar el `problema ecológico´. Primeramente, se rompe el vínculo profundo entre hombre y naturaleza, se impide que los hombres lean en el libro de la naturaleza la encomienda que han recibido; una vez roto ese vínculo, ante la naturaleza sólo caben dos actitudes: el desprecio o la deificación. Una persona que lee el libro de la naturaleza cobra conciencia de su lugar en el mundo; descubre que ese don inapreciable le ha sido confiado y que, por lo tanto, le incumbe una responsabilidad de ejercer sobre ella un dominio justo que, básicamente, consiste en sacarle fruto sin esquilmarla, en «guardarla y cultivarla». La ideología, al arrancar de las manos del hombre el libro de la naturaleza, convierte ese don inapreciable en un ‘organismo ajeno’ que se puede expoliar libremente o, por el contrario, encumbrar a altares de adoración; actitudes ambas que niegan al hombre la posibilidad de ejercer sobre la naturaleza un «dominio justo», porque niegan que posea una encomienda. Durante siglos, la ideología inspiró una actuación desaprensiva ante la naturaleza: el progreso –que no era sino el vistoso ropaje con que la avaricia se disfrazó, para adecentar sus desmanes– parecía justificar la explotación desenfrenada de los recursos naturales. Más tarde, la ideología inspiró un culto maniático a la naturaleza, erigida en una suerte de tabú intangible; culto por lo demás hipócrita hasta extremos chirriantes, porque a la vez que profesaba una suerte de panteísmo reverencial se negaba a renunciar a las cúspides de ‘progreso’ alcanzadas mediante la explotación de los recursos naturales. Y así la ideología nos ha conducido a callejones sin salida tan pintorescos como el debate sobre la energía nuclear: a la vez que abominamos de ella no estamos dispuestos a renunciar a los desaforados niveles de consumo energético que garantizan nuestro bienestar. Y es que, una vez que hemos dejado de leer el libro de la naturaleza, la ideología nos obliga a comulgar con antinomias insalvables.
Y, como siempre ocurre cuando se trata de elaborar una visión del mundo fragmentaria, construida con los añicos de la visión coherente que previamente se ha demolido, la ideología –carente de cualquier otra sustancia que no sea la voluntad de poder– genera una conflictividad insoportable, hasta convertir la convivencia social en un campo de Agramante. Y así, a los adoradores maniáticos de la naturaleza que anuncian los efectos devastadores del cambio climático se oponen los despreciadores maniáticos de la naturaleza que se carcajean de tales predicciones agoreras; y, a poco que uno escarba, descubre que unos y otros se parecen muchísimo más de lo que ellos podrían sospechar, puesto que todos ellos niegan –o simplemente no ven, ofuscados por una misma niebla confundidora– el lugar que al hombre le corresponde dentro del orden natural, que no es el de estar por encima ni por debajo, sino al frente. Claro que para estar al frente hay que tener primeramente noción de la misión que nos ha sido encomendada; y esta noción de encomienda –que religa al hombre con la naturaleza– es la que falta en las artificiosas construcciones ideológicas. Pero, como decíamos al principio, la ideología es una idolatría, un sucedáneo religioso en el que, sin embargo, falta el elemento primordial y constitutivo; y, a falta de ese elemento, reacciona deificando al hombre o deificando la naturaleza.

Juan Manuel de Prada