El éxito fulgurante de Pokémon Go no consiste tanto en su innovadora tecnología como en la perspicacia sociológica de sus inventores para aprovechar una de las más absurdas tendencias de la sociedad posmoderna: la de mirar el mundo a través del móvil. Mucho antes de que saliera el juego, la gente había renunciado a sus propios ojos para sustituirlos por el angular del portátil. En los lugares turísticos, en los grandes espectáculos, en el fútbol, en los museos, en los monumentos, en las calles o en la misma naturaleza, el público ya no observa a través de su mirada limpia sino de la pantalla del smartphone, que ha pasado de ser un aparato para conversar a un dispositivo para ver. Ya no es un teléfono capaz de tomar fotos o vídeos sino una cámara que habla; en esa mutación de su esencia es donde los ingenieros de Nintendo han descubierto la devastadora posibilidad de introducir en el paisaje un aliciente virtual. Si la realidad ha dejado de interesar como objeto autónomo para convertirse en un escenario, llenemos ese escenario de personajes. El auge de Pokémon nace del ensimismamiento de un mundo prematuramente aburrido de autocontemplarse.
Así, la propietaria de la aplicación se ha ungido de un poder formidable: el de orientar la mirada (postiza) de sus clientes hacia los objetivos de su propio interés. Ha recibido nada menos que la delegación masiva de millones de personas para decidir qué hay que enfocar y qué no; eso sí que es una investidura. Y aunque los jugadores más avezados crean conocer la técnica para crear nidos de muñecos -gimnasios o paradas, los llaman-, lo que han hecho es entregar de facto una libertad irrenunciable: la de dirigir la vista a cualquier parte. Ni la más siniestra distopía logró imaginar una suplantación semejante.
Así, la propietaria de la aplicación se ha ungido de un poder formidable: el de orientar la mirada (postiza) de sus clientes hacia los objetivos de su propio interés. Ha recibido nada menos que la delegación masiva de millones de personas para decidir qué hay que enfocar y qué no; eso sí que es una investidura. Y aunque los jugadores más avezados crean conocer la técnica para crear nidos de muñecos -gimnasios o paradas, los llaman-, lo que han hecho es entregar de facto una libertad irrenunciable: la de dirigir la vista a cualquier parte. Ni la más siniestra distopía logró imaginar una suplantación semejante.
Esas batidas en búsqueda de monigotes -así los llama el querido Javier Rubio con su contundente semántica popular trianera-, esos multitudinarios safaris de monstruitos, representan nada menos que un proceso de expropiación de la mirada. A través de sus algoritmos de geolocalización, de sus bases de datos o de cualquiera que sea el modo en que se crean los pokémons, el fabricante puede decidir la ruta por donde llevar a los presuntos cazadores. No es difícil imaginar el paso siguiente de ese negocio de clientela cautiva: pronto las multinacionales de la moda, la hostelería o el espectáculo pagarán a Nintendo, si no lo han hecho ya, por sembrar de criaturas fantásticas sus escaparates. Y allí, ante las cajas registradoras, la realidad virtual volverá a convertirse en la realidad mercantil más actual, imperativa y dominante.
Todo empezó el día en que renunciamos a mirar y le trasplantamos la retina al cristal de un telefonillo transportable. Ojalá, al menos, alguien encuentre pokémons entre los anaqueles de las librerías; ese día habrá surgido una remota posibilidad de rescate.
Todo empezó el día en que renunciamos a mirar y le trasplantamos la retina al cristal de un telefonillo transportable. Ojalá, al menos, alguien encuentre pokémons entre los anaqueles de las librerías; ese día habrá surgido una remota posibilidad de rescate.
Marcelino Camacho
Félix Velasco - Blog
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