sábado, 12 de marzo de 2016

Todas las Cataluñas que han sido



Cataluña ha sido muchas cosas. En el imaginario pujolista de los noventa era Lituania. Fue Puerto Rico algo más tarde, como el País Vasco, que también pasó por fases igualmente ridículas. Ni que decir tiene que fue Quebec, ese ejemplo inexplicado según el cual la voluntad irredenta de sus ciudadanos les llevó una y otra vez… a quedarse en Canadá. También ha sido Escocia recientemente: el contratiempo del voto negativo a la independencia –de alguien que en su día sí lo fue– supuso un pequeño revés a las pretensiones de sus líderes, convencidos de que para una vez que se les pregunta podrían decir que sí y ayudar a los demás. Pero ahora, a la vuelta de estos años malditos, Cataluña se ha emparejado a Angola. Y a Albania. Tanto sufrir para llegar aquí. El caso es que Angola y Albania y Camboya gozan de la misma consideración crediticia que el exquisito Principado del noreste peninsular. Ya es triste, pero si la Administración catalana quiere endeudarse, quiere pedir dinero a los inversores para hacer frente a sus planes, va a tener la misma consideración que los tres enclaves anteriormente citados, paraísos del progreso como bien se sabe.
Cataluña debe hasta callarse, cosa que no hace. La culpa de la putrefacción de las cuentas públicas catalanas no está, como intuyen, en la desgraciada actuación de sus sucesivos gobiernos y en el latrocinio de su establishment. La culpa está en España, como anteayer escupió, sin mayor complejo, el peludo Puigdemont. La España del FLA es, por lo visto, la causante de que la Administración catalana deba cerca de setenta mil millones de euros y de que nadie, repito, nadie, le deje dinero. De no ser por los fondos de liquidez autonómica que sufragan todos los españoles –los catalanes también– los funcionarios de Gerona o de Lérida no cobrarían su nómina este mes y todos aquellos proveedores de la Generalitat a los que esta debe dinero no verían ni un solo euro de lo que se les adeuda. Es evidente que esa ayuda del Estado a un territorio como el catalán resulta imprescindible si se quiere guardar equilibrios mayores: un descenso de Cataluña en el ranking afecta a la credibilidad de toda España y perjudica a las cuentas generales, no solo a las catalanas. Lo cual quiere decir que hay que hacerlo, y ya. Pero sorprende que con la misma mano que recogen el dinero de todos los españoles para poder pagar nóminas y pensiones se dispongan a hacer sucesivos cortes de mangas. La abominable España de la que unos cuantos se quieren independizar es la misma a la que acuden desesperados para poder amanecer mañana sin que la soga les apriete el cuello de forma mortal; lo cual, por demás, no va a servir para que haya una cierta consideración en el lenguaje o en los aprecios elementales. España es culpable y no hay más que hablar.
Esa desafección de la que tanto se habla, esa desconexión efectiva que algunos constatan en el quehacer diario catalán, también se produce en sentido contrario, desgraciadamente. En Cataluña vive mucha gente que merece el aprecio y la solidaridad del resto de los españoles, pero a efectos sociales parecen no importar. Cuando una perfecta idiota en forma de alcaldesa (Colau) desprecia al Ejército en función de la ignorancia y el odio sectario que le corre por su cuerpo, muchos creen que todo lo que les pase a los barceloneses les está bien merecido. Como cuando las agencias de rating les equiparan a países de tercera. Y no es eso. O al menos no del todo. No se puede caer en la tentación de considerar Cataluña como un todo encarnado en despreciables tipos como Colau, Mas, Junqueras o Puigdemont. Difícil, pero no hay más remedio.
Carlos Herrera
Félix Velasco - Blog

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