A la más negra y terrorífica historia de España ha quedado ligado aquel enfrentamiento mítico, tantas veces descrito, entre don Miguel de Unamuno y el general Millán Astray. Ese grito del «¡Viva la muerte»!, que sonó a funesta descripción del momento histórico, y ese «venceréis, pero no convenceréis», del viejo pensador, que expiraría poco tiempo después por pura desilusión ante aquel país bárbaro y asesino. España, 1936.
¿Qué clase de persona puede hacer de tal necrófilo grito su divisa? Quizás alguien que pareciese más muerto que vivo. El general José Millán Astray, fundador de la Legión, tuerto, manco y mutilado, casi un cadáver viviente al servicio de la nueva España de Franco.
Pero lejos de la boutade sin sentido y bárbara, que es como ha pasado a la historia para muchos, aquel grito no era casual, sino que contenía una intención concreta, bajo la que subyacía un modo de encarar la existencia, una filosofía que se remontaba a la fundación del Tercio de Extranjeros, nombre primigenio de lo que hoy conocemos como la Legión.
Al general se le encargó en 1920 la creación de un cuerpo de élite, a imagen de la Legión Extranjera francesa, a la que destinar las misiones más arriesgadas dentro de una guerra colonial, la de Marruecos, que se llevaba miles de vidas de jóvenes reclutas, sin preparación ni ganas de combate. ¿Pero cómo movilizar a un puñado de jóvenes, españoles y extranjeros, la mayoría desarraigados, mercenarios y con un pasado oscuro?
Sólo se podía ofrecer una recompensa ante tal riesgo: el valor hasta su máximo grado, el sacrificio hasta la gloria, con la muerte como más digno premio. Se impuso así la necesidad de crear una mística, un espíritu que aglutinase a gentes de diversa procedencia y les proporcionase un ideal colectivo capaz de incitarles a la lucha en la más desesperada de las situaciones.
Fue así como Millán Astray creó un código de honor, el «credo legionario», con una serie de doce mandamientos, o «espíritus», que deben ser memorizados y aplicados por todos los caballeros legionarios. De entre esos espíritus (compañerismo, combate, disciplina…), destaca sin duda el de la muerte: «El morir en el combate es el mayor honor. No se muere más que una vez. La muerte llega sin dolor...»
Esa creencia en la muerte como salvación proviene, como él mismo fundador reconoció, del Bushido, el conjunto de normas que rigen el comportamiento de los antiguos samuráis. Entre sus máximas indica: «El camino del samurái se encuentra en la muerte», ya que cuando el guerrero acepta su trágico final, realiza sus acciones según un principio y no guiado por el miedo. He ahí el porqué de ese noviazgo con la muerte del legionario, más cercano a la compostura estoica ante el peligro del budismo, o de la arrogancia sintoísta ante el más allá, que de una actitud cristiana, como analizan Rafael y Elena Núñez en la obra «¡Viva la muerte!”
Hoy, noventa y cinco años después, más de veinticinco poblaciones españolas, la mayoría en las provincias de Málaga y Almería, pero también de Valencia, Murcia o Albacete, reciben entre vítores a los legionarios para participar en sus desfiles procesionales. En muchos actos se les escucha repetir de memoria este credo, que enlaza a la perfección con otro sonido característico de los desfiles procesionales en los que participa este cuerpo armado: «El novio de la muerte», que muchos confunden de forma errónea con el himno de la Legión, que no es otro que la melodía titulada «Tercios heroicos».
Originalmente «El novio de la muerte» era un cuplé, estrenado por la entonces popular Lola Montes, en el teatro malagueño «Vital Aza». Ante el éxito cosechado, se le invitó a estrenarlo en Melilla, quiso la historia que dicha representación se realizase sólo unos días después de que la Legión entrase en la ciudad, tras el desastre de Annual en julio de 1921, salvándola de caer en manos de los rifeños de Abdelkrim que la asediaban tras producir, según algunos cálculos, más de 10.000 muertos en las filas españolas.
La historia, un legionario que busca la muerte en combate para reencontrarse con su amada fallecida, enlazaba a la perfección con el ideal heroico que Millán Astray quería inculcar a sus legionarios, por lo que pidió que se adaptase su música para la marcha. Posteriormente, la melodía se arregló para poder ser usada durante las salidas procesionales cuando, en 1928, los mandos legionarios encontraron un cristo, cuya advocación resultaba más que propia para convertirse en el protector del cuerpo: El Cristo de la Buena Muerte, también conocido como Cristo de Mena, por haber sido esculpido por el escultor barroco Pedro de Mena.
Empezaba así la vinculación de la Legión con la Semana Santa malagueña, que no se interrumpiría hasta nuestros días. Ni siquiera en 1931, poco antes de la proclamación de la II República, dejó la Legión de acudir al templo de Santo Domingo, instaurándose entonces la guardia legionaria al Cristo, una tradición que perdura hasta hoy, pero que no pudo evitar que, semanas después, con la Legión ya en los cuarteles, se perdiera la imagen tallada por Mena durante la quema de conventos e iglesias de ese mismo año.
Los legionarios acompañan hoy una imagen tallada por Francisco Palma Burgos en 1942, de enorme belleza y serenidad en la propia muerte, como el espíritu legionario evoca, constituyendo una de las estampas más características y curiosas, no ya de la Semana Santa de Málaga, sino de la de todo nuestro país. Conjugándose en las calles, entre los cantos, los vítores y las marchas, la tradición, el fervor, el folclore y el arte, con la modernidad del entrenamiento de uno de los cuerpos de élite de la misma OTAN, que en la actualidad sigue llevando su mística y su Cristo a Mali, a el Congo, a Afganistán, o a cualquier sitio dónde se les requiera, cumpliendo con otro de los espíritus del caballero legionario: «Cumplirá su deber, obedecerá hasta morir».
¿Qué clase de persona puede hacer de tal necrófilo grito su divisa? Quizás alguien que pareciese más muerto que vivo. El general José Millán Astray, fundador de la Legión, tuerto, manco y mutilado, casi un cadáver viviente al servicio de la nueva España de Franco.
Pero lejos de la boutade sin sentido y bárbara, que es como ha pasado a la historia para muchos, aquel grito no era casual, sino que contenía una intención concreta, bajo la que subyacía un modo de encarar la existencia, una filosofía que se remontaba a la fundación del Tercio de Extranjeros, nombre primigenio de lo que hoy conocemos como la Legión.
Al general se le encargó en 1920 la creación de un cuerpo de élite, a imagen de la Legión Extranjera francesa, a la que destinar las misiones más arriesgadas dentro de una guerra colonial, la de Marruecos, que se llevaba miles de vidas de jóvenes reclutas, sin preparación ni ganas de combate. ¿Pero cómo movilizar a un puñado de jóvenes, españoles y extranjeros, la mayoría desarraigados, mercenarios y con un pasado oscuro?
Sólo se podía ofrecer una recompensa ante tal riesgo: el valor hasta su máximo grado, el sacrificio hasta la gloria, con la muerte como más digno premio. Se impuso así la necesidad de crear una mística, un espíritu que aglutinase a gentes de diversa procedencia y les proporcionase un ideal colectivo capaz de incitarles a la lucha en la más desesperada de las situaciones.
Fue así como Millán Astray creó un código de honor, el «credo legionario», con una serie de doce mandamientos, o «espíritus», que deben ser memorizados y aplicados por todos los caballeros legionarios. De entre esos espíritus (compañerismo, combate, disciplina…), destaca sin duda el de la muerte: «El morir en el combate es el mayor honor. No se muere más que una vez. La muerte llega sin dolor...»
Esa creencia en la muerte como salvación proviene, como él mismo fundador reconoció, del Bushido, el conjunto de normas que rigen el comportamiento de los antiguos samuráis. Entre sus máximas indica: «El camino del samurái se encuentra en la muerte», ya que cuando el guerrero acepta su trágico final, realiza sus acciones según un principio y no guiado por el miedo. He ahí el porqué de ese noviazgo con la muerte del legionario, más cercano a la compostura estoica ante el peligro del budismo, o de la arrogancia sintoísta ante el más allá, que de una actitud cristiana, como analizan Rafael y Elena Núñez en la obra «¡Viva la muerte!”
Hoy, noventa y cinco años después, más de veinticinco poblaciones españolas, la mayoría en las provincias de Málaga y Almería, pero también de Valencia, Murcia o Albacete, reciben entre vítores a los legionarios para participar en sus desfiles procesionales. En muchos actos se les escucha repetir de memoria este credo, que enlaza a la perfección con otro sonido característico de los desfiles procesionales en los que participa este cuerpo armado: «El novio de la muerte», que muchos confunden de forma errónea con el himno de la Legión, que no es otro que la melodía titulada «Tercios heroicos».
Originalmente «El novio de la muerte» era un cuplé, estrenado por la entonces popular Lola Montes, en el teatro malagueño «Vital Aza». Ante el éxito cosechado, se le invitó a estrenarlo en Melilla, quiso la historia que dicha representación se realizase sólo unos días después de que la Legión entrase en la ciudad, tras el desastre de Annual en julio de 1921, salvándola de caer en manos de los rifeños de Abdelkrim que la asediaban tras producir, según algunos cálculos, más de 10.000 muertos en las filas españolas.
La historia, un legionario que busca la muerte en combate para reencontrarse con su amada fallecida, enlazaba a la perfección con el ideal heroico que Millán Astray quería inculcar a sus legionarios, por lo que pidió que se adaptase su música para la marcha. Posteriormente, la melodía se arregló para poder ser usada durante las salidas procesionales cuando, en 1928, los mandos legionarios encontraron un cristo, cuya advocación resultaba más que propia para convertirse en el protector del cuerpo: El Cristo de la Buena Muerte, también conocido como Cristo de Mena, por haber sido esculpido por el escultor barroco Pedro de Mena.
Empezaba así la vinculación de la Legión con la Semana Santa malagueña, que no se interrumpiría hasta nuestros días. Ni siquiera en 1931, poco antes de la proclamación de la II República, dejó la Legión de acudir al templo de Santo Domingo, instaurándose entonces la guardia legionaria al Cristo, una tradición que perdura hasta hoy, pero que no pudo evitar que, semanas después, con la Legión ya en los cuarteles, se perdiera la imagen tallada por Mena durante la quema de conventos e iglesias de ese mismo año.
Los legionarios acompañan hoy una imagen tallada por Francisco Palma Burgos en 1942, de enorme belleza y serenidad en la propia muerte, como el espíritu legionario evoca, constituyendo una de las estampas más características y curiosas, no ya de la Semana Santa de Málaga, sino de la de todo nuestro país. Conjugándose en las calles, entre los cantos, los vítores y las marchas, la tradición, el fervor, el folclore y el arte, con la modernidad del entrenamiento de uno de los cuerpos de élite de la misma OTAN, que en la actualidad sigue llevando su mística y su Cristo a Mali, a el Congo, a Afganistán, o a cualquier sitio dónde se les requiera, cumpliendo con otro de los espíritus del caballero legionario: «Cumplirá su deber, obedecerá hasta morir».
Francis Silva
Félix Velasco - Blog
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