La propaganda oficial ha engrasado los engranajes de su espantable máquina para convencernos de la necesidad de una «reforma del mercado laboral» que se adorna con palabrejas tales como «flexibilidad» y «movilidad» (palabrejas que la propaganda repite con unción, como si fuesen virtudes teologales); pero que, en esencia, consiste en abaratar el despido. Y quizá lo más estremecedor del asunto es que, hasta hace unos pocos meses, cuando los que reclamaban esta reforma eran los empresarios, la propaganda oficial repetía con insistencia de papagayo que lo que pretendían era, precisamente, «abaratar el despido»; ahora que nuestros gobernantes se han convertido en los abanderados de tal reforma se nos repite con tozudez de lorito que su finalidad consiste en «fomentar el empleo». ¿Y cómo se ha logrado esta extraña transubstanciación? ¿Cómo se ha conseguido que lo que hasta hace apenas unos meses era una coartada indigna, una vil excusa para abaratar el despido se haya transformado, de la noche a la mañana, en un instrumento milagroso para fomentar el empleo?
Pues se ha conseguido del modo siguiente: quienes hasta hace poco reclamaban una reforma del mercado laboral eran los empresarios y la derecha, a quienes la propaganda oficial pintaba como sacamantecas prestos a chupar hasta la última gota de sangre a los obreros; y quien ahora defiende esa misma reforma del mercado laboral es el Gobierno, que con el mismo desparpajo con que hasta hace nada movilizaba sus terminales propagandísticas para estigmatizar a quienes pretendían abaratar el despido ahora se dedica a embaucar a los incautos que todavía estén dispuestos a tragarse sus trolas. Entretanto, la propaganda oficial, que primero nos martilleó las meninges con la matraca del abaratamiento del despido y ahora nos acaricia las orejas con la promesa del fomento del empleo, ya ha logrado que olvidemos un hecho evidente, incontrovertible, irrefutable; un hecho gigantesco que, sin embargo, pasa inadvertido entre la niebla confundidora de la propaganda oficial. Y tal hecho inatacable es el siguiente: la regulación del mercado laboral que ahora se disponen a reformar es la misma que, allá a mediados de la década de los noventa, con unos índices de paro acongojantes, todavía superiores a los que hoy padecemos, favoreció la recuperación de la economía española; la regulación del mercado laboral que ahora reforman fue la que permitió la creación de cinco millones de puestos de trabajo y también la que propició que las empresas españolas alcanzaran cotas de beneficios hasta entonces insospechadas. ¿Y esta regulación del mercado laboral que propició tal portento económico, que fue el pasmo del mundo entero, es la que ahora urge reformar?
Cuando se resalta esta evidencia, los corifeos de la propaganda oficial aducen camastronamente que «en los países de nuestro entorno» (sintagma estúpido donde los haya) tal reforma se ha introducido ya; argumento que igualmente podría aducirse para justificar el aborto libre, o cualquier otra bestialidad encumbrada legalmente. La propaganda oficial ha logrado que interioricemos que las calamidades, cuando son compartidas, se convierten, como por arte de birlibirloque, en remedios benéficos («mal de muchos, consuelo de tontos»); y ha logrado también que aceptemos que una crisis provocada por la hipertrofia de los mercados financieros y el endeudamiento mastodóntico de los Estados tengan que pagarla quienes ninguna culpa han tenido en su génesis, a quienes, mientras se les deja sin trabajo o se les rebaja su salario o su indemnización de despido, se les repite sarcásticamente que así se «fomentará el empleo». Cuando la realidad es que, con el dinero de los salarios e indemnizaciones que dejan de cobrar, lo que se hace es alimentar el agujero negro causado por la quiebra de la economía financiera; y así, el saqueo de la economía real es presentado como remedio salutífero para el mantenimiento de un orden injusto, como los sacerdotes de Baal y Moloch presentaban el sacrificio de víctimas inocentes como antídoto contra la cólera de aquellos dioses bárbaros. Que la propaganda oficial haya engrasado los engranajes de su espantable máquina para justificar lo injustificable es comprensible; también que los sacerdotes de la idolatría –politiquillos a derecha e izquierda, servidores del mismo dios bárbaro– se confabulen en el salvamento de un orden inicuo; que desde el pensamiento católico no se esté denunciando la iniquidad y proponiendo un orden alternativo, como Chesterton y Belloc hicieron hace casi un siglo, en una coyuntura similar, me empieza a oler a chamusquina.
Juan Manuel de Prada
Félix Velasco - Blog
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