Leo con interés (y también con cierta alarma) la última polémica sobre vestimenta en los colegios. Si hace un mes lo que se cuestionaba era el derecho o no de una niña musulmana a acudir a clase con el velo islámico, ahora lo es si está permitido ir al cole con camisetas que dejan el ombligo al aire, shorts u otras prendas que se consideran demasiado provocativas. Como siempre que se suscitan controversias de esta naturaleza, surgen dos posturas enfrentadas. Por un lado, están los que defienden que los niños tienen derecho a vestir como mejor les parezca y que coartar la libertad es malo para su educación y, por otro, los que consideran que los colegios tienen sus reglas y que éstas están para cumplirlas.
Los que defienden la primera postura, además de apoyar el derecho de los niños a elegir su ropa, argumentan que si cada colegio tiene reglas diferentes al respecto esto podría convertir los centros que permiten el velo en guetos islámicos. Otro tanto se podría decir de los colegios que alientan que los chicos vayan a clase con chanclas, microfaldas, etcétera. Y es esta disyuntiva entre crear guetos o no, entre permitir o prohibir, la que bloquea todo poder de decisión, porque inmediatamente surge el sesgo político y la idea de que tolerar es de izquierdas mientras que prohibir es de derechas. Y es muy lamentable que así sea porque el tinte político impide ver cosas que dicta el más elemental sentido común.
Como que prohibir no es de derechas ni de izquierdas, sino una parte importante de la educación y que, en lo que a vestimenta se refiere, hay que saber distinguir muy bien el ámbito de lo privado de lo público. O, lo que es lo mismo, saber algo tan evidente como que, desde que el mundo es mundo, la gente se viste de acuerdo a las circunstancias y eso no merma la libertad de nadie. Esto me remite, por cierto, a las famosas fotos de las niñas de Rodríguez Zapatero ataviadas de Morticia Adams para ir a conocer al presidente de los Estados Unidos. Posiblemente, sus padres pensaban que estaban «respetando su personalidad» y «educándolas en libertad» cuando las dejaron ir a lo Miss Monster, pero lo cierto es que les hicieron un flaco favor. Y no sólo porque –como ya se vio– las convirtieron en el hazmerreír de medio mundo, sino porque, como muchos padres, confundieron –y confunden– la gimnasia con la magnesia.
Porque educar consiste, sencillamente, en preparar a los jóvenes para las situaciones con las que se van a enfrentar cuando sean adultos. Por eso, cosas tan aparentemente banales –y marujonas si me apuran– como indicarles cómo han de vestir es parte de la educación, como lo son también las prohibiciones. Porque está muy bien eso de que los niños tengan derechos, faltaría más, pero quien tiene derechos tiene obligaciones y, por tanto, límites, y cuanto antes se enteren de esto, mejor. No por aquello terrible que nos decían a nosotros de que «la letra con sangre entra» o esa otra bobada de que «cuando seas padre comerás huevos», no. Es importante que sepan desde muy pequeños que existen prohibiciones porque, aunque parezca paradójico, éstas son el mejor antídoto contra la frustración. En efecto, un niño que crece haciendo lo que le da la gana piensa que no hay límites y que la vida es jauja. Y como da la casualidad de que la vida no es jauja, lo único que resulta de esta educación permisiva es una gran fuente de infelicidad que el niño no entiende ni acepta. Porque de lo que no se dan cuenta los defensores de esos mal llamados \''derechos\'' infantiles es de que, aunque suene carca, los niños prefieren la autoridad o, lo que es lo mismo, necesitan un referente. Y la razón la conocen todos los psicólogos sea cual sea su color político. Se trata de que cuando un adulto, ya sea un padre o un educador, abdica de su autoridad lo que consigue es que los niños se sientan primero contentísimos, claro, y a continuación aterrados de pensar que la responsabilidad de sus vidas recae sobre ellos mismos, con el desamparo que eso supone, lo que hace que algunos se vuelvan timoratos y angustiados y otros (muchos), tiranos y déspotas. Así de sencillo y así de terrible.
Carmen Posadas
Félix Velasco - Blog
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