domingo, 23 de agosto de 2009

Pascal a diario


En una de sus visitas a Combray, Swann, el célebre personaje proustiano, protagonista del primer tomo de En busca del tiempo perdido, despotrica contra «esos cargantes periódicos que nos creemos en la obligación de leer», postergando otras lecturas más provechosas. «Lo que a mí me parece mal –inicia Swann su diatriba– en los periódicos es que soliciten todos los días nuestra atención para cosas insignificantes, mientras que los libros que contienen cosas esenciales no los leemos más que tres o cuatro veces en nuestra vida. En el momento ese en que rompemos febrilmente todas las mañanas la faja del periódico, las cosas debían cambiarse y aparecer en el periódico, yo no sé qué, los... pensamientos de Pascal, por ejemplo. Y, en cambio, en esos tomos de cantos dorados que no abrimos más que cada diez años es donde deberíamos leer que la reina de Grecia ha salido para Cannes, o que la duquesa de León ha dado un baile de trajes.» Este anhelo de Swann, nacido del hastío y la perentoria sensación de pérdida de tiempo que a todos nos acomete cuando empleamos nuestras horas en futilidades, no excluye, sin embargo, algunas precisiones paradójicas: así, el distinguido y delicado Swann no se recata de especificar que rompe «febrilmente» la faja del periódico; señal de que, también en él, la ansiedad por enterarse de las noticias banales que trae el periódico triunfa sobre su aristocrático desdén por las cosas mundanas.
Semejante sentimiento contradictorio nos asalta a todos los que empleamos nuestras horas en la lectura de esas bagatelas que diariamente acarrean los periódicos, dignas hoy de trepar a los titulares y, sin embargo, sujetas a una caducidad casi inmediata. Con frecuencia, mientras nos enfrascamos en la entrevista de tal o cual ministro o ganapán áulico, o mientras seguimos los pormenores del fichaje de tal o cual estrellita o asteroide balompédico (que suelen aderezarse con pormenores de su historial venéreo), nos abruma una sensación de despilfarro e ignominia; y pensamos, abrasados por los remordimientos, que ese tiempo precioso deberíamos dedicarlo a otras lecturas de mayor fuste y enjundia. Pero hay algo dentro de nosotros que nos mantiene adheridos a esa lectura trivial; porque, del mismo modo que en el hombre existe un impulso de eternidad, concurre también en él la conciencia de que su andadura por la tierra necesita avituallarse de naderías efímeras (tal vez porque nos alivian la impresión de que a menudo nuestra vida está compuesta de las mismas naderías efímeras: y es que nada consuela tanto al enfermo como descubrir que otros padecen su misma afección). Aunque procuramos fijar la vista en un punto fijo del horizonte, para convencernos de que tenemos los pies en el suelo, también necesitamos zambullirnos en esa turbamulta aturdidora y perecedera que denominamos `actualidad´. El problema empieza cuando la inmersión en esa turbamulta aturdidora nos deja sin aire para llenar los pulmones con un impulso de eternidad; que sospecho que es lo que nuestra época intenta, manteniéndonos entretenidos con ese acopio de cosas insignificantes que tanto exasperaba a Swann.
¡Cuántas veces hemos soñado, como el personaje de Proust, en amueblar los anaqueles de nuestra biblioteca más injuriados por el polvo con mamotretos que compilen las nimiedades de la actualidad, mientras hojeamos un periódico que dedique su tipografía a los pensamientos de Pascal o de cualquier otro filósofo que expanda los territorios del alma! El día en que por fin se obrase ese milagro rasgaríamos la faja del periódico con dedos trémulos, tratando de adivinar los alborozos espirituales que se nos van a brindar; quizá, incluso, ese estado de sublime expectación nos embargaría durante meses. Pero, saturados de palabras eternas, no tardaría en abatirnos un cierto sentimiento de postración. Y entonces, a hurtadillas, como el niño que saquea una despensa, treparíamos a los anaqueles más injuriados por el polvo de nuestra biblioteca y abriríamos «febrilmente» esos mamotretos que compilan las nimiedades de la actualidad; y al leer que tal futbolista ha sufrido una lesión de espalda mientras se desbravaba con tal o cual pindonga, o que tal ganapán áulico ha sido pillado con las manos en la masa cuando concedía tal o cual licencia urbanística, experimentaríamos el alivio de sabernos completos. Porque no sólo de Pascal vive el hombre, sino también de una turbamulta aturdidora de cosas insignificantes. Recemos para que la turbamulta no nos devore.
Juan Manuel de Prada

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