domingo, 13 de septiembre de 2009

La banalidad del mal


Como existe un extraño fenómeno de imitación en ciertos hechos luctuosos, este verano, además de varios casos de violencia machista, hemos sido testigos también de casos de violación a manos de menores de edad. Tales hechos de inmediato hacen saltar las alarmas sobre la necesidad o no de aumentar la edad penal. También de revisar los valores de nuestra juventud. Ambos son debates interesantes que merecerían que les dedicase este artículo, pero a mí me gustaría llamar la atención sobre un tema más filosófico que creo está en el centro de dicho debate. Vivimos un tiempo en el que, yo no sé si debido a la corrección política o al papanatismo seudoprogre y buenista que infesta el mundo, hay varios temas que nos gusta meter bajo la alfombra y hacer como que no existen. Uno es la presencia nada menos que de la muerte en nuestras vidas. Así, igual que el avestruz piensa estúpidamente que lo que no se ve no existe, nosotros fingimos que no existe la muerte. En la cultura anglosajona, por ejemplo, una persona ya no se muere, sino que `passes away´, eufemismo lelo que puede traducirse como `pasar´ o `partir´. Por supuesto, todo el mundo piensa hoy en día que es indispensable evitar que los niños sepan que existe semejante cosa terrible. De este modo, se les oculta en caso de que fallezca un ser querido y, desde luego, jamás se les permite ver a un muerto. Yo no digo que uno deba regodearse en el sufrimiento y en la muerte como se hacía antes. Tampoco que sea buena la idea de que un niño bese al abuelito muerto como se hacía antaño, pero no creo que deba esconderse a los niños que la muerte existe y que es parte de la vida. Porque lo paradójico del asunto es que, mientras a los niños se les oculta, la muerte está omnipresente en la televisión, en los telediarios. Vemos cadáveres mientras tomamos la sopa como si tal cosa, presenciamos asesinatos al tiempo que charlamos con la familia y ya no distinguimos entre los muertos de una película y los del noticiario. De este modo, al final, lo que ocurre es que la muerte se acaba `ficcionalizando´, convirtiéndose en algo irreal y, por tanto, ajeno a nosotros. Me pregunto si esta `ficcionalización´ de la muerte y, por extensión, de la violencia no juega también un papel en los fenómenos de maldad juvenil que estamos viviendo. Me pregunto si no se trata de una nueva banalidad del mal un tanto diferente a la que formuló Hannah Arendt. En su archifamoso libro Eichmann en Jerusalén, Arendt destaca que el mal, ejemplarizado en las SS alemanas durante la Segunda Guerra Mundial, no obraba por los motivos por los que suele obrar el mal normalmente, esto es, por envidia, odio, tampoco por resentimiento. Sus motivos eran otros; ellos se veían como simples instrumentos de un programa político. Uno en el que el asesinato no era más que un efecto colateral exigido por el funcionamiento del sistema. Por supuesto, nada de lo que vengo de reseñar tiene que ver con el fenómeno que ahora nos ocupa, pero leyendo a Arendt existe un punto común, y es éste: ¿por qué lo hicieron? Por extensión, también podemos decir: ¿por qué unos menores violan (y en algún caso matan) a una niña? Arendt advierte de que la gran dificultad que plantea explicar y comprender hechos terribles es que puede inducir a situarlos fuera del umbral de lo humano y relegarlos al ámbito de lo monstruoso. Sin embargo, calificar a dichos individuos como monstruos, inmediatamente los sitúa fuera de lo que consideramos `normal´. «Son monstruos», decimos y, al hacerlo, se tranquilizan las conciencias, se acaba toda reflexión. Y lo peor es que esta actitud nos deja de nuevo a la intemperie, ante nuevos acontecimientos similares. ¿Qué pasa cuando uno pierde perspectiva y banaliza o `ficcionaliza´ el mal, la muerte y el sufrimiento? ¿No será que la sobreprotección a la que sometemos a nuestros hijos los está haciendo, no sólo unos malcriados, sino también insensibles al dolor ajeno? El relativismo en el que vivimos hace que siempre echemos la culpa a otros. A la tele, al colegio, a la sociedad. Pero, en realidad, no importa nada de quién es la culpa. Lo importante es: ¿qué puedo hacer yo para cambiar esta situación?
Carmen Posadas

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