
La cerveza de hoy la paga Antonio, Toni para los amigos. Y yo soy su amigo. Antonio tiene veintisiete tacos, y es un pegahierros, o sea, un soldador sin más estudios que los justos, con todas las pasiones oportunas, y todavía capaz de soltar la lágrima, cuatro copas por encima de la línea de flotación, con el Canto a la libertad de su paisano Labordeta. Aunque conviene precisar que, por lo general, las lágrimas de Antonio son lágrimas de rabia. Porque hay lloros y lloros, y cada cual llora según como es y se siente. Antonio es y se siente lancero del cuadro de Velázquez, pero de los del fondo. De los que sólo se ve la lanza.
Antonio le mira las tetas a Lola entre tiento y tiento a las cañas. Las tetas de Lola, dicho sea de paso, son espléndidas, y según los escotes de sus blusas, morenas y sabias. Todos se las miramos y a ella no le importa porque lo hacemos con respeto, de forma objetiva, igual que contemplas una hermosa puesta de sol o a un crío jugando en un parque. El caso es que Antonio mira lo que mira, pide otras dos cañas, y me dice: fíjate, colega, el problema es que ni yo ni mis alrededores existimos en este puto país. Llevo currando desde los dieciséis como un cabrón. He leído encuestas, estudios demográficos y otras murgas, y la verdad es que no sé de qué país de Walt Disney hablan cuando nos hablan. Cada vez que llego a casa reventado y pongo la tele, me salen niñatos guapos, listos, con buen rollito, o sea, unos pijos de diseño que te cagas. Y al loro cantimploro, tío, nunca se les ve trabajar –mucho menos como yo, con mono-, porque eso sí, estudian siempre aunque tengan treinta tacos, y con unos problemas trascendentales que te descojonas de risa. y la gente va y se lo cree y encima termina pareciéndose a ellos, fíjate. Se lo tragan todo con patatas y España va bien, y somos europeos y la pera limonera, porque luego te encuentras a sus clones como ovejas Dolly, guapitos de cara que salen en las encuestas y en los telediarios, todos super-realizados, con curros súper-súper, que resulta que ahora todos los que veo en el metro a las siete de la mañana con cara de zombis, camino del andamio o del taller, son alucinaciones mías. Así que cuéntame qué coño pasa, tú que tienes estudios. Porque o la gente no es gente y son marcianos, o yo soy gilipollas, o el marciano y gilipollas soy yo, y lo que veo todos los días es mentira.
Lola nos ha puesto otras dos cervezas, y por un momento he pensado en pedirle que ponga también algo de lñaki Askunze, que me gusta tenerlo de fondo cuando me las tomo con los amigos; pero al fin medito y decido que Antonio no está para músicas. Así que me calzo media caña, asintiendo de vez en cuando porque comprendo que mi amigo no busca respuestas sino desahogo. Y así lo sigo oyendo decir, colega, que en este país tan europeo y que va tan de puta madre, hasta los principitos y las principitas tienen dieciséis carreras y la del galgo, y les gusta esquiar y montar a caballo e ir en yate de lujo, no te jode, ya mi mujer ya mí también -Antonio está casado con una morenita de pelo que le quita el sentido-; pero ella y yo tenemos la mala costumbre de comer todos los días y pagar el piso. Ya ves. De manera que, bueno, quizás lo mejor es manifestarse pacíficamente cuando hay ocasión, reclamar por los cauces legales y demás, ya sabes. Pero siempre te pegas con el muro de los golfos y los aprovechados y los mangantes, y lloras de rabia y de impotencia ante las perrerías que te hacen, y encima acojonado por si te echan del curro y te quedas mojama, mirándote la parienta. ¿Cómo lo ves?... Y yo, en lugar de decirle cómo lo veo, que maldito lo que necesita que lo diga, le pido a Lola otras dos cañas. Y Antonio termina así: «Hay días en que oyes eso de que España va bien, y te dan ganas de hacerte maquis, echarte al monte, y el que más chifle, capador». Eso es lo que me dice Antonio mientras tomamos cañas en el bar de Lola.
Artúro Pérez-Reverte
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