Quién no se ha preguntado, leyendo el pasaje del Génesis en el que se narra la tentación de la serpiente, sobre la naturaleza de aquel primer pecado que cometieron Adán y Eva? La interpretación más frecuente –la más banal y chusca también– propone que aquel primer pecado fue de lujuria; pero no hallamos en el texto insinuación alguna que permita deducir semejante cosa. Y aun podría oponerse que, siendo el demonio un espíritu puro (esto es, un ángel) que ignora los placeres de la carne, sería del género idiota que para hacer partícipes a los hombres de su naturaleza corrompida los indujera a hacer algo que él mismo considera despreciable (aunque también es cierto que, precisamente porque odia al hombre, le regocijaría verlo enfangado en vicios propios de seres inferiores). Otras muchas interpretaciones se han probado; y ahora me viene a las mientes, por ejemplo, un gracioso cuento de Clarín, en el que el autor de La Regenta propone que el pecado original fue la envidia, hipótesis nada desdeñable, pues la envidia –a diferencia de la lujuria– es motor originario y constante de la acción del demonio, que se rebeló por envidia de no ser como Dios; y que promete a Eva la quimera que él no ha logrado, si muerde del fruto prohibido. No sabía Eva –no había tenido tiempo de leer a Quevedo– que la envidia «va tan flaca y amarilla porque muerde pero no come».
Pero, en honor a la verdad, cuando la serpiente lanza su promesa –«Seréis como Dios»–, Eva ya está acaramelada y dispuesta a hincar el diente al fruto prohibido; de modo que la envidia es, en todo caso, su pecado segundo o sobreañadido, pero no su pecado original. Leyendo en estos días un ensayo brillantísimo de Fabrice Hadjadj, La fe de los demonios (Editorial Nuevo Inicio), que fervorosamente les recomiendo, me he tropezado –entre otras muchas delicias de la inteligencia– con una interpretación pasmosa y dilucidadora del pasaje bíblico que ahora comentamos; y, como suele ocurrir con las interpretaciones más atinadas, la de Hadjadj se funda en la evidencia, no en lecturas esquinadas y abstrusas. Hadjadj primeramente recuerda la prohibición literal de Dios: «De todo árbol del jardín podrás comer; mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, morirás» (Gn 2, 16-17). Y a continuación reproduce la respuesta que Eva le da a la astuta serpiente que pretende hacerle infringir la prohibición; respuesta en la que Eva introduce una morcilla o adición a las palabras de Dios que resaltamos en cursiva: «Del fruto de los árboles del huerto podemos comer; pero del fruto del árbol que está en medio del jardín dijo Dios: No comeréis de él, ni le tocaréis, para que no muráis» (Gn 3, 2-3). ¡Dios no había dicho que no pudieran tocar ese árbol! Probablemente a Dios le hubiese parecido fetén que lo tocasen, y aun que se restregaran contra su corteza para despulgarse, o que treparan por su tronco y se encaramasen en sus ramas y se adornasen el pelo con sus hojas y sus flores, con tal de que no comiesen de su fruto; pero la muy melindrosa Eva añade a la prohibición de Dios una prohibición de cosecha propia: «Ni le tocaréis». Eva se muestra aquí como una hipócrita disfrazada de mosquita muerta: ofuscada por su celo moralista, hace de la prohibición divina una excusa para inventarse otra prohibición más enojosa y tiquismiquis. ¡Es una puritana de la peor calaña!
Y ese orgullo puritano fue su pecado original. Entonces la serpiente pudo envolver a Eva en su abrazo y empujarla contra el árbol, diciéndole: «¿Lo ves, farisea de mierda? ¡Lo has tocado y no estás muerta! ¡Tampoco morirás si comes su fruto!». Y la muy puritana Eva infringe entonces la auténtica prohibición, que es lo que tarde o temprano les ocurre a todos los puritanos, que se imponen escrupulosas y absurdas prohibiciones sobrehumanas que ninguna persona normal es capaz de cumplir; y, una vez infringidas esas prohibiciones sobrehumanas que, en su petulancia orgullosa, se han inventado, infringen las prohibiciones verdaderas. El puritano siempre acaba cayendo en el desenfreno; porque, cuando descubre que su exceso moralista es insufrible, no tarda en juzgar insufrible cualquier moral: actúa como el político que empieza haciendo públicos sus bienes (exigencia que nadie le ha solicitado), para terminar rapiñando los bienes ajenos, infringiendo la exigencia propia de su cargo.
El puritanismo –o sea, el vicio disfrazado con las plumas de pavo real de la virtud llevada hasta el absurdo– fue el pecado original; y también, por cierto, el más concurrido pecado de nuestra época.
Pero, en honor a la verdad, cuando la serpiente lanza su promesa –«Seréis como Dios»–, Eva ya está acaramelada y dispuesta a hincar el diente al fruto prohibido; de modo que la envidia es, en todo caso, su pecado segundo o sobreañadido, pero no su pecado original. Leyendo en estos días un ensayo brillantísimo de Fabrice Hadjadj, La fe de los demonios (Editorial Nuevo Inicio), que fervorosamente les recomiendo, me he tropezado –entre otras muchas delicias de la inteligencia– con una interpretación pasmosa y dilucidadora del pasaje bíblico que ahora comentamos; y, como suele ocurrir con las interpretaciones más atinadas, la de Hadjadj se funda en la evidencia, no en lecturas esquinadas y abstrusas. Hadjadj primeramente recuerda la prohibición literal de Dios: «De todo árbol del jardín podrás comer; mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, morirás» (Gn 2, 16-17). Y a continuación reproduce la respuesta que Eva le da a la astuta serpiente que pretende hacerle infringir la prohibición; respuesta en la que Eva introduce una morcilla o adición a las palabras de Dios que resaltamos en cursiva: «Del fruto de los árboles del huerto podemos comer; pero del fruto del árbol que está en medio del jardín dijo Dios: No comeréis de él, ni le tocaréis, para que no muráis» (Gn 3, 2-3). ¡Dios no había dicho que no pudieran tocar ese árbol! Probablemente a Dios le hubiese parecido fetén que lo tocasen, y aun que se restregaran contra su corteza para despulgarse, o que treparan por su tronco y se encaramasen en sus ramas y se adornasen el pelo con sus hojas y sus flores, con tal de que no comiesen de su fruto; pero la muy melindrosa Eva añade a la prohibición de Dios una prohibición de cosecha propia: «Ni le tocaréis». Eva se muestra aquí como una hipócrita disfrazada de mosquita muerta: ofuscada por su celo moralista, hace de la prohibición divina una excusa para inventarse otra prohibición más enojosa y tiquismiquis. ¡Es una puritana de la peor calaña!
Y ese orgullo puritano fue su pecado original. Entonces la serpiente pudo envolver a Eva en su abrazo y empujarla contra el árbol, diciéndole: «¿Lo ves, farisea de mierda? ¡Lo has tocado y no estás muerta! ¡Tampoco morirás si comes su fruto!». Y la muy puritana Eva infringe entonces la auténtica prohibición, que es lo que tarde o temprano les ocurre a todos los puritanos, que se imponen escrupulosas y absurdas prohibiciones sobrehumanas que ninguna persona normal es capaz de cumplir; y, una vez infringidas esas prohibiciones sobrehumanas que, en su petulancia orgullosa, se han inventado, infringen las prohibiciones verdaderas. El puritano siempre acaba cayendo en el desenfreno; porque, cuando descubre que su exceso moralista es insufrible, no tarda en juzgar insufrible cualquier moral: actúa como el político que empieza haciendo públicos sus bienes (exigencia que nadie le ha solicitado), para terminar rapiñando los bienes ajenos, infringiendo la exigencia propia de su cargo.
El puritanismo –o sea, el vicio disfrazado con las plumas de pavo real de la virtud llevada hasta el absurdo– fue el pecado original; y también, por cierto, el más concurrido pecado de nuestra época.
Juan Manuel de Prada
Félix Velasco - Blog
2 comentarios:
muy bueno "el pecado original"
me gusto mucho tu escrito, espero te pases por el mio no hablo de lo mismo pero puede haber una similitud.
http://alejandrohistoria-alejandro.blogspot.com/
Me molesta mucho cuando la gente piensa que la manzana y eso, simboliza relaciones sexuales, como si la narracion de la caida del humano fuese una parabola o acertijo, y bien ahi en lo que describes, hace mucho tiempo que creo en eso que afirmas, Pero eso si, agrego algo de mis humildes conocimientos, el fruto no estaba envenenado ni tenia efecto alguno por si mismo, solo era una prueba de lealtad una prueba que Dios establecio (lucifer tal como describe apocalipsis habia arrastrado con el a 1/3 de las estrellas del cielo) la intencion de Dios creando al hombre era hacer una nueva raza que repoblaze el cielo, pero ya conociendo que un querubin protector se habia revelado y las huestes conocian el mal, ahora necesitaba no solo crear, si no probar lealtad en esos nuevos repobladores, mala suerte, no la tuvimos
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